Guardiola, el manirroto
No se habla de otra cosa en la cola de la charcutería, corrillos de oficina y reuniones parroquiales desde hace unas cuantas semanas: Pep Guardiola está gastando dinero, mucho dinero. El asunto, trivial, no daría más de sí que cualquier análisis rutinario de la actualidad pero las formas en que se envuelve invitan a profundizar sobre las verdaderas motivaciones del runrún, a preguntarse qué oculta ese bisbiseo compartido con visible afectación, ese “te lo cuento aunque no debería” de manual que nos traslada a aquella Galicia de los años ochenta en la que cualquier abundancia de gasto te convertía en serio candidato a hijo de narcotraficante.
Hasta la fecha, y bajo la influencia de un Guardiola desatado, el Manchester City ha desembolsado 240,5 millones de euros en la contratación de seis nuevos futbolistas pero su voracidad amenaza con aumentar la cuenta de gasto en el equivalente a dos o tres incorporaciones más. La suma final estimada invita al escándalo preventivo de cuantos observan sus andanzas con desprecio y una cierta devoción -esa mezcla de sentimientos tan propia de los amores no correspondidos- obligados a soñar con sus propios fichajes de relumbrón para no sucumbir a la rebelión callejera que exigiría tan incívica conducta. Y es que, miren por dónde, Guardiola gastando dinero resulta ser el colmo de los escándalos en un fútbol que empieza a competir con la política en número de visitantes a Soto del Real.
En tiempos de posverdad y extravagancia, resulta imposible no admirarse ante el empeño de cierto subconjunto nada vacío en reducir la trayectoria de Guardiola al delirio de un malgastador que poco ha ganado para lo invertido. Por añadidura, cabe esperar, cualquier éxito futuro arrastrará consigo el estigma del dispendio actual y no alcanzo a imaginar el tamaño de los caracteres que ilustrarían un hipotético segundo tropiezo en su ya larga carrera. La sinrazón ha llegado al extremo de que ya no nos conformamos con haberlo convertido en el único técnico del mundo que fracasa si no se corona como campeón de Europa cada año: ahora pretendemos, además, controlarle el gasto como si se tratara de un quinceañero con complejo de califa.
En realidad, hay dos razones por las cuales Pep Guardiola ha instado a su club a desembolsar una morterada en nuevos fichajes: la primera, porque puede; la segunda, porque le da la gana. Tras un estreno con sabor amargo, la experiencia parece haberlo convencido sobre la conveniencia de rejuvenecer y potenciar una plantilla cuyo núcleo duro se debatía entre la autocomplacencia y las vicisitudes propias de una madurez excesiva. Desde el club, por si albergaba algún tipo de duda, lo han invitado a solicitar todo cuanto considere necesario en pos de un objetivo que se antoja titánico más allá de sumas y restas: emparentar al Manchester City con los Real Madrid, Fútbol Club Barcelona, Bayern de Múnich o Juventus. “Hacer en un año lo que deberíamos haber hecho en dos o en tres”, declaró en su día Florentino Pérez. Se trataba de justificar una inversión de similar calibre cuyos beneficios todavía rentan en el Santiago Bernabéu pese a no poder consumar el presidente blanco su más inconfesable deseo: sentar en el banquillo local a otro manirroto, un tal Pep Guardiola.
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