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El coloso Kittel, más fuerte que el miedo y el agua

El sprinter alemán se impone en Lieja, adonde Froome llega sofocado pero indemne tras haberse visto envuelto en una montonera

Carlos Arribas
Kittel alza los brazos tras ganar la etapa en el sprint final.
Kittel alza los brazos tras ganar la etapa en el sprint final.BENOIT TESSIER (REUTERS)

Camino de Lieja, bajo el chaparrón y entre charcos que ocultan las irregularidades del asfalto, un pequeño rayo de esperanza alegra el día de quienes temen la tiranía de Chris Froome y la cuadrilla del Sky los 20 días de Tour. Hollenstein, un ciclista suizo del Katusha patina en cabeza en un cruce de carreteras y en su caída arrastra a una veintena de ciclistas. Entre ellos, medio Sky de blanco. Entre ellos, Froome. Nadie desea que se rompa nada, ni que pierda el Tour como Valverde, por una caída desgraciada. La esperanza la regala la tradición, que dice que un ganador de Tour tiene que ser un ciclista en estado de gracia, uno que no pincha ni se equivoca ni se cae. Es una esperanza falsa. Froome ha sufrido tres caídas señaladas en sus Tours, y solo una, la del día del pavés en 2014, le hizo daño de verdad. La ocurrida a 30 kilómetros de la meta tampoco le hace ni un rasguño, ni a su piel ni a su ropa tan fina. El pelotón gentilmente espera. La caída se queda en un momento de pánico y un sofocón de pulsaciones.

Todos lo saben, pero se alimentan de la mentira igual. Quizás sea porque la caída, en cierta manera, les ha liberado. Los ciclistas leen los periódicos por la mañana que anuncian lluvias, vientos, tormentas y tormentos y en ellos crece rápido el convencimiento de que habrá una montonera y que en ella se romperán la testa. Salen con miedo. Cuando la caída masiva llega y comprueban que no les ha pasado nada, todos respiran aliviados. “Ya es una alegría cruzar la meta sin una caída estos días, un éxito”, dice Alberto Contador, que en los últimos años no había evitado ninguna. Y sonríe. La alegría derrota al temor y la esperanza inflama a los dos fugados, que creen más en sus posibilidades, hasta que sucumben.

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En Lieja hay sprint y gana Marcel Kittel, el alemán poderoso, un coleccionista de victorias. Es un golpe de realidad. La victoria del cálculo sobre la aventura. Ocurre lo esperado en el sitio esperado de la manera esperada. Da la razón a los que, como el escritor y ciclista Tim Krabbé, holandés, por supuesto, creen y afirman que es más fácil ganar cinco Tours seguidos, una prueba de regularidad en el fondo, que imponerse en tres carreras de un día, que tres etapas de un mismo Tour después de una fuga. O que incluso una. Alejandro Valverde, que no llegó a su Lieja, es de los pocos que gana tres clásicas seguidas y también carreras por etapas por su regularidad. Es único por eso, brillante, arriesgado, audaz y seguro. Solo una curva peligrosa y una patinada sobre un charco le impidieron sonreír en la ciudad que más le ha dado, cuatro monumentos.

Taylor Phinney está en la fuga de cuatro, luego reducida a dos, y solo su presencia alegre y decidida alegra a los aficionados que se acuerdan de su padre, el exsprinter norteamericano Davis Phinney, que ganó dos etapas del Tour, y de su madre, la exciclista Connie Carpenter, campeona olímpica en Los Ángeles. El hijo fue un niño prodigio sobre la bicicleta que se rompió en una caída hace tres años que le destrozó las piernas. Las luce llenas de cicatrices y lucha. Tiene ya 27 años y ha conseguido volver a ser ciclista y hasta debutar en el Tour. Su alegría alegra porque corre como un profesional de verdad, es decir, como un amateur que se deja llevar por la pasión y la memoria. Cuenta que de niño su padre, ya retirado, le llevaba al Tour con una acreditación de prensa, y que se enamoró allí de la carrera y dejó que su cabeza se llenara de ilusiones. Demostró su gozo fugándose en el banderazo de salida. Puntuó en las dos cotas de cuarta por lo que el lunes saldrá con los lunares de la montaña en su corpachón de 1,90 metros. Y hasta el triángulo rojo del último kilómetro, 202 kilómetros después de comenzar, marchó el primero.

Kittel disfrutó de su décima victoria en un Tour como si fuera la primera. Se sentó en el suelo nada más pasar la meta y lloró emocionado. Después contó razones para pensar que su victoria no fue la de un monstruo llamado pelotón sobre dos pequeños fugados, sino la de un sprinter en una llegada en la que una docena de rápidos pelearon limpiamente, codo contra codo, sin la ayuda de los trenes que desvirtúan los últimos metros y eliminan a la oposición. Ganó pese a que esprintó solo porque su equipo no pudo organizarse. “Así es ahora, sprints sin control porque hay tantos sprinters que es imposible”, dice. Y luego celebra y vende sus frenos de discos: el primer ganador de etapa del Tour con ellos en la bici. Y más fuerte que la lluvia y el miedo. Como la alegría. Como la esperanza, aunque sea falsa.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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