A salvo
Mi primer muerto fue Paquirri, que murió en el 84 y entonces supe que existía algo que se llamaba muerte, y que la gente desaparecía por su culpa. Más que la gente el que desaparecía era Paquirri, o eso pensaba yo; la muerte era algo que le pasaba a Paquirri, un asunto exclusivo de él, pero no dejaba de ser desgraciado para todos. De hecho, el primer impacto que tuvo en mí la muerte fue el luto; en concreto Isabel Pantoja, que acaparó todas las portadas de España: pocas me parecieron para el primer muerto de la historia.
Después supe que a la plaza de toros se va a morir, si bien casi siempre los mismos. Donde no moría nadie era en el fútbol. No sabía de ningún exfutbolista que se hubiese muerto (en realidad no sabía de ningún exfutbolista: el fútbol empezó, como España, con José Antonio Camacho) ni mucho menos en activo. En el fútbol entraba la mayor de las alegrías y la tragedia más terrible; curiosamente todo se vivía al margen de la vida y de la muerte, como si se hubiese constituido un universo con una gravedad propia muy cara que acabamos pagando todos con los derechos televisivos.
La primera vez que supe que eso era mentira fue en un Celta-Málaga, cuando Baltazar fue a por un balón que un compañero había cedido a Gallardo. Fue en diciembre de 1987. El portero tuvo que salir a la carrera para que no llegase el punta del Celta, que golpeó fortuitamente la cabeza de Gallardo. El portero fue retirado del campo, ingresado dos veces (no se encontró nada grave) y cuando seguía su recuperación en casa, días después, sufrió un empeoramiento y murió. Así que había más que victorias y derrotas, también se moría gente. O enfermaba. Y la conmoción era grande: uno sueña siempre con territorios inalcanzables para leyes básicas. Que el fútbol no estuviese excluido desconcertaba: ya solo quedaba la iglesia, pero la misa -al contrario que los partidos del Madrid- era una pesadez.
Recuerdo que los siguientes partidos los pasé, a mis nueve años, pendiente de que no se muriese nadie ni de que Buyo llevase sus simulaciones al extremo. Con el tiempo ese miedo se concretó más: crecer siempre es una traición. Pero noventa minutos volvieron a ser lo que fueron siempre: un blindaje asombroso, una desconexión absoluta con la vida. Por eso asusta tanto la invasión de un mundo en otro. Los segundos de Torres, que ya es eterno en la historia del fútbol español, desplomado e inconsciente no sólo recordaban que el fútbol no está a salvo, tampoco sus dioses inmortales.
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