Froome gana en Peña Cabarga y Nairo Quintana mantiene el liderato
El británico evita que el colombiano aumente su diferencia y relega cinco segundos más a Contador en la general
Por los montes circulan las ánimas, santas compañas, meigas, cofradías que en el fondo apelan al espíritu y huyen de la razón. Pero también caminaron viejos héroes, maquis como Juanín y Bedoya en Cantabria, o míticos personajes como Corocotta, cántabro entre León y Cantabria, más antiguo. Otra vez el viejo dilema entre la realidad y el deseo. Y en Peña Cabarga se vivió en la Vuelta un psicoanálisis colectivo. Había un kilómetro para hacer daño, para matar o morir, solo un kilómetro para jugarse el porvenir. Un kilómetro para ser quien se es o para ser quien se quiere ser.
El ánimo, la compaña, era Froome, (¡qué cosas!) avisado por Quintana de que la batalla continúa, como la saga de las galaxias; de que quiere más porque necesita más, porque sabe que sus provisiones escasean de aquí hasta el final y su distancia anímica y físicamente es demasiado delgada, que va el primero pero se siente el segundo, porque el aliento de Froome lo siente como una dentellada en el cuello y adivina que su mirada es torva, lateral. Froome había recibido el aviso: Quintana necesitaba atacarle día a día, minuto a minuto (lo de hora a hora pasó a la historia) cada vez que la carretera se empine. Era un caso curioso: Quintana, el primero, sintiéndose frágil, Froome, el segundo, sintiéndose macizo.
Y Peña Cabarga estaba en su corazón. Peña Cabarga con corazón británico. Froome fue dado a luz en Kenia, aunque es británico, pero en realidad nació en Peña Cabarga, cuando en su duelo residual con Juanjo Cobo en 2011, nació al ciclismo como un delgadurrio con más galones de los que le condenaban a ayudar a un desangelado Wiggins. En Peña Cabarga, supimos de Froome, que había ganado dos etapas intrascendentes en Japón y Sudáfrica, y subimos de su (aparentemente) estrambótica manera de correr. No ganó la Vuelta, pero ganó el prestigio que luego le ha dado tres Tours. La Vuelta de 2011 fue para él como la sombrilla que le quitó el sol abrasador de Wiggins, el bochorno de un líder sofocado que sin aliento, boqueaba.
Y de pronto, otra vez Peña Cabarga, su cuna, y Nairo Quintana, el líder, anunciándole trompetas de guerra porque el reloj lo lleva, al parecer, atrasado y necesita activar la cebolleta para adelantar las agujas. Lo de menos era la segunda fuga-botellón (23 ciclistas) que se repartían la ilusión de ganar una etapa de prestigio como se sueña con la primitiva. Los había de todos los colores, pero solo lo intentaron tres: Hermans (un rato), Bakelants (medio rato) y finalmente Chaves (tres ratos). La historia —como en las sagas de éxito— van hacia atrás en vez de hacia adelante. La carrera estaba detrás: Froome esperando el ataque de Quintana, Quintana esperando el ataque de Froome. Un kilómetro, era solo un kilómetro, una recta de esas que se antojan maratones cuando te falta el resuello, pero un kilómetro, solo un kilómetro.
Froome quería ganar, porque uno siempre respeta la cuna (ciclista) que le vio nacer. Y porque quería ganarle a Nairo la batalla psicológica planteada desde ahora hasta la contrarreloj de Calp. Algo así como el vals del segundo de Les Luttiers, pero repetido cada día. Era un reto. El reto.
El alma puede a las fuerzas
Y en Peña Cabarga, el sentimiento de Froome fue más fuerte que el cronómetro de Quintana. Pudo más el alma (llámalo pulsómetro, o equis, o energía) del británico (codos abiertos, cabeza gacha) que las fuerzas del colombiano, que tuvo que defender, con éxito, el ataque de su rival. Por detrás, Alberto Contador, frío y cansado, solo podía asistir a una película en la que cada vez parece más condenado a un cameo: el español no puede con la extraña pareja. El jeroglífico de Peña Cabarga era muy sencillo y se atascó en el último kilómetro, el de la verdad. No puede. De momento, no puede. Se le ha parado el reloj, aunque solo cediera cinco segundos, porque Froome atacó a Quintana, el colombiano resistió y Froome se paró para ganar la etapa, visto que el cronómetro parecía un reloj de arena. Fueron cinco segundos los que se dejó Contador, que bien pudieron ser más. Entre Froome y Nairo todo quedó en tablas (victoria de etapa aparte). Pero murió un día más.
La extraña pareja; uno alto y blanquito, el otro bajito y moreno, uno de donde no sale el sol, el otro de donde casi no se pone, sigue cogida de la mano en espera de las etapas pirenaicas. La psicología pudo con la calculadora. O quizás pudieron las fuerzas, siempre tan caprichosas. Ojalá que quien pueda, pueda, como la extraña pareja de Ismael Serrano, elegir su derrota.
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