Neymar y Homer Simpson
Una corriente inquisidora y demencial exige al deportista una conducta ejemplar y aseada tanto dentro como fuera del campo
La tiranía de la estupidez está alcanzado cotas de auténtico récord en el mundo del fútbol, es un hecho. Mientras algunos aficionados y periodistas nos empeñamos en señalar con el dedo acusador al césped y ese empeño modernista de ciertos futbolistas por decorar su buen oficio con botas de colores, pieles tintadas, mechas californianas o uñas de diseño, se nos escapa ante los ojos nuestra propia realidad, una corriente inquisidora y demencial que exige al protagonista del juego una conducta ejemplar y aseada tanto dentro como fuera del campo.
Hace unos años, aquel verano en que Cristiano Ronaldo decidió cambiar el rojo diabólico de Manchester por el blanco inmaculado de Madrid, los principales medios de comunicación se llenaron con impactantes testimonios declarando, ante dios y ante los hombres, que el muchacho de Madeira era un humilde trabajador, un deportista serio, un hombre devoto y centrado al que ni siquiera le gustaba salir de fiesta con sus amigos, ya no digamos con amigas o simples conocidas. En el bar del pueblo, más allá de si el portugués era o no un buen jugador, los parroquianos discutían sobre si al zagal le gustaba la cerveza con o sin alcohol, de si llegaría virgen al matrimonio o si su conducta, aparentemente espartana, soportaría los envites de la noche de Madrid, esa Sodoma mesetaria que tanto preocupa al aficionado blanco de provincias.
Este verano, quizás por la ausencia de fichajes de relumbrón en Concha Espina hacia los que dirigir nuestro desasosiego redentor, le ha tocado el turno a Neymar Jr. Al parecer, el garoto nos ha salido calavera, un poco como Frank Sinatra en aquella película de los años sesenta pero mucho menos elegante en el discurso y en el vestir. Tanto desde España como en Brasil, no se ha escatimado en tinta ni saliva para denunciar el inapropiado estilo de vida del joven delantero, al borde del infarto cada vez que nos saltaba una alarma de nueva publicación en su Instagram. Para colmo de males, sus primeras actuaciones durante el torneo olímpico no estuvieron a la altura de las expectativas y el aficionado brasileño cargó duramente contra su capitán. La semana pasada, ya con la medalla de oro colgada al cuello, Neymar respondió a sus críticos como lo que es: un chaval de 24 años.
No cae bien Neymar a la opinión pública en general, esto también es un hecho. Existe una corriente moderna y peligrosa que exige a los futbolistas comportarse como perfectos modelos sociales, espejos relucientes en los que nuestros hombres del mañana, los niños, puedan mirarse sin miedo a deslumbrarse con los sugerentes luminosos del mal camino para terminar descarrilando en el arroyo de la vida. “Nadie da mejores consejos a un padre que los borrachos sin hijos”, dijo una vez Homer Simpson, acodado en la barra de la taberna de Moe. Personalmente, no deja de maravillarme tanta preocupación por los arquetipos predilectos de nuestros hijos en una generación moldeada por la filosofía de un personaje de dibujos animados… Qué pronto se murió Berlanga, ¿verdad?
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