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TRIBUNA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La República Olímpica

Las individualidades predominan ante todo lo que se pone en juego: patria, raza, clases sociales, sexo

Usain Bolt, con la bandera de Brasil.
Usain Bolt, con la bandera de Brasil. Y. VALAT (EFE)

Donde hay pobres también hay —y debe haber— profesionalismo. Esto, desde la antigüedad, reza para el servicio militar, la política y el deporte. La milicia fue asunto de caballeros en la Grecia clásica hasta que la necesidad de enfrentar las masas del Oriente, en las Guerras Médicas, impuso convocar a pobres y esclavos. Luego de la guerra, ¿se impedía que el mejor jabalinista, héroe militar, se entrenara a tiempo completo para brillar en la Olimpiada? Imposible, porque el orgullo de cada ciudad, conducía a mantener a ese soldado y deportista que aparecía como una nueva clase. Parte de las fiestas en homenaje a Zeus, también invocaban a la paz, imponiendo una pausa a los conflictos. Por su parte la política, oficio aristocrático en una democracia de pocos ciudadanos, requirió también del dinero para que los comunes pudieran integrar la Asamblea y así fue que el irrepetible Pericles, a mediados del siglo V A.C. estableció la “mistoforia”, o sea, la dieta que se pagaba a quien ocupaba un cargo público.

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Con estos recuerdos estamos diciendo que el amateurismo, tantas veces recordado con nostalgia en estos días olímpicos, estuvo indisolublemente ligado a la sociedad aristocrática. Dudoso valor, entonces, para pena del Barón de Coubertin, que reflotó los históricos juegos pensando en la competición por la honra individual y aborreciendo de esos “medalleros” que en nuestros días miden la “superioridad” de unas sociedades sobre otras. De paso digamos que en esto de los “medalleros” tenía razón, porque tanta bandera, tantos himnos y tanta acumulación de preseas termina siendo el motivo de una explotación política inicua. De la que fue paradigma el intento hitlerista de 1936, desinflado por Jesse Owens, el glorioso negro que desafió a la germánica “raza aria” en Berlín, aunque tampoco en su patria podía usar el ascensor principal en un hotel de lujo, ni aun para asistir a un acto en su homenaje…

El profesionalismo se terminó imponiendo en los Juegos por la obvia razón de que si no estaban las verdaderas estrellas del deporte, ellos languidecían, con débil financiación televisiva. Paso a paso, así fue afianzándose, en buena regla, para llegar a la notable difusión de hoy. Naturalmente, esta profesionalidad, sumada a un nacionalismo patológico, ha llevado a excesos en buena hora combatidos. Lo ocurrido en estos últimos juegos con los atletas rusos ha sido un ejemplo clamoroso de una práctica que ya venía desde los tiempos de la Unión Soviética y que habían conducido a un verdadero dopaje de Estado, porque ya no eran los competidores los que recurrían al artificio sino que las propias autoridades lo organizaban como una estrategia nacional.

Patria, raza, clases sociales, sexo… todo se pone en juego en este espectáculo universal. Y lo bueno es que, pese a todos los pesares, son las individualidades las que terminan predominando. La admiración, el aplauso, la fama, son para quienes lo ganan compitiendo. Y en esa hora de la gloria no hay razas postergadas ni sexos subordinados. Michael Phelps, Usain Bolt o Simone Biles son cumplidos ejemplos. Que a todos nos reconcilian con el deporte, el arte y —aunque parezca pomposo— los valores republicanos tan trabajosamente construidos desde nuestra civilización occidental.

Julio María Sanguinetti fue presidente de Uruguay.

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