¿El último Bolt?
Leí el otro día un magnífico artículo de Juan Tallón en el que describía con exactitud las consecuencias que en nuestros hábitos producen los Juegos Olímpicos. En efecto, durante quince días nos convertimos en consumidores compulsivos de todos los deportes incluidos en la parrilla olímpica, muchos de los cuales solo vemos cada cuatro años. Examinamos con intensidad si el saltador salpica mucho o poco al entrar en el agua desde el trampolín de diez metros para adivinar su nota. Reparamos en que el rugby a siete no solo divide el número de jugadores en relación con su hermano mayor, el rugby a quince, sino que, con una cierta lógica, lo hace también con la duración de los partidos. Nos reencontramos por cuarta vez con Juanito, He Zhi Wen, que a sus 54 años nos sigue representando en tenis de mesa.
Nuestras pautas de comportamiento televisivo también se ven afectadas en lo que se refiere a los deportes a los que sí somos aficionados. Y nos sorprendemos viendo, por ejemplo, las series clasificatorias de los 100 metros lisos, algo que nunca haríamos en una competición normal, ni siquiera en unos Campeonatos del Mundo. Debo confesar que en mi caso al trastorno provocado por los Juegos se añade un interés personal: busco, y con frecuencia encuentro, a algún participante de un país exótico que no consiga bajar de los 11 segundos para poder pensar “a ese le habría ganado yo”.
Esa inmersión en el mundo de la velocidad no nos permite predecir, sin embargo, el resultado de la final. Una carrera de 100 metros depende de tantas cosas que muchas veces los mejores en las previas no resultan ser los vencedores. Una mala salida o, lo que es más frecuente y menos visible, un agarrotamiento prematuro, fruto de la tensión que conlleva una final olímpica, puede dar al traste con cualquier predicción. Salvo que corra Usain Bolt. Es verdad que en los Campeonatos del Mundo de Daegu se escapó clamorosamente y fue descalificado. No corrió, por tanto. Pero cuando lo ha hecho le hemos visto ganar siempre, quedándose en los tacos o incluso tropezando en la salida como en la semifinal de los Campeonatos del Mundo de Tokio que acabó ganando con 9,96 s. Ayer lo volvió a hacer. Da igual que sus isquiotibiales, esos músculos a los que aluden con fruición los comentaristas de televisión y que antes se conocían como “la parte de atrás del muslo”, se quejaran hace muy pocos meses o que no sea suyo el mejor registro del año, Bolt ha vuelto a ganar. Las fotos de los últimos metros de la final dan cuenta de su apabullante superioridad: detrás de un Bolt majestuoso, relajado y mirando al marcador aparecen el resto de los componentes de la final tirándose desesperadamente en busca de la línea de llegada. Es, sin ninguna duda, el mejor velocista de todos los tiempos. Con un atractivo mediático desconocido en el mundo del atletismo, que es capaz de eclipsar una marca espectacular como la conseguida por el sudafricano Van Niekerk, 43,03 s en los 400 metros, tan solo unos minutos antes de la final del hectómetro. En estos días va camino de dejarnos un récord de victorias impresionante: nueve medallas de oro en tres Juegos Olímpicos consecutivos. En 100, en los 200 y en el relevo 4 x 100.
Nunca pude pensar después de contemplar los récords de Marita Koch o de Jarmila Kratochvilova que pasaría toda mi vida sin verlos caer. Claro que tampoco podía imaginar lo que una buena ayuda farmacológica podía llegar a suponer. Ahora es distinto. De manera natural, Usain Bolt, está a punto de establecer un récord atlético tan extraordinario que, según la esperanza de vida media en España, no veré superar. Y por eso, su gran victoria me dejó la otra noche un regusto amargo.
Alfredo Pérez Rubalcaba fue atleta y corrió el 100 en 10,9s.
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