Las raíces del golf se revelan en un campo recién construido en Río
Sergio García y Rafa Cabrea-Bello, pareja española con aspiraciones en un deporte que regresa a los Juegos
No hay historia de gran golfista del siglo XX que no comience con un niño pobre que empieza a ganarse la vida revendiendo bolas perdidas de un campo de golf no muy lejano de su casa, y dando golpes a escondidas y haciendo de caddie a los 11 años de los vecinos ricos para llevar dos duros a casa. Así es la vida de Adilson da Silva, quien, como Seve Ballesteros en la playa de Pedreña, se hacía palos de golf recortando ramas de árbol con su navaja y aprendía e inventaba golpes y jugaba como nadie en Santa Cruz do Sul, no lejos de Porto Alegre. Décadas más tarde (el jugador ya tiene 44 años), Da Silva, ya jugador profesional, el único brasileño en Río, cerrará su círculo vital, y cargará de símbolos el momento, dando el jueves en Marapendi el primer golpe del torneo de golf, que regresa a los Juegos Olímpicos 112 años después de dejarlos.
Significativamente también el último golfista que saldrá a jugar la primera de las cuatro jornadas será el español Rafa Cabrera-Bello, el modelo de jugador del golf del siglo XXI, formado en escuelas y tutelado por la federación antes de salir del huevo y ganarse la vida como profesional. Le acompañará en el equipo español Sergio García.
Jugarán en un campo nuevo, un campo público recién construido junto al Atlántico que si para muchos recuerda a un links escocés, y la lluvia fría y el viento sur del miércoles acrecentaban la ilusión miles de millas más al sur, a Manolo Piñero le recuerda a los campos australianos de Melbourne, los que más le gustan por su belleza. Piñero, jugador de golf muy bueno después de haber empezado de caddie como niño en el Club de Campo de Madrid, la misma historia que los grandes de su generación, es el capitán del equipo español.
A Da Silva le hará de caddie Andrew Edmonson, el comprador de tabaco que llegaba de Zimbabue a Brasil todos los años y jugaba al golf y el niño brasileño era su caddie entonces. Pero jugaba tan bien que en un viaje de vuelta a África Edmonson se lo llevó consigo y le apuntó en una escuela que dirigía Tim Price, el hermano de Nick, el zimbabuense que ganó el Open en 1994.
El golf busca revelar sus raíces duras en Río, de caddies escoceses que en el siglo XIX, descalzos y en harapos, más fuertes que el frío o el viento, se llevaban siempre el Open. Esa será su imagen olímpica, su cara más de escuela de vida y superación, huir de la imagen elitista que tanto le daña. Ser un deporte más sin dejar de ser el golf. Faltarán los mejores del ránking mundial. No estarán Jason Day, Dustin Johnston, Jordan Spieth o Rory McIlroy, pero quizás su ausencia no sea tan importante para el objetivo del golf en Río: como todo el mundo sabe, en los Juegos, aparte de la excelencia deportiva se aplaude sobre todo las historias humanas. No se valoran las estadísticas sino las experiencias vitales.
“Es como un regreso a los tiempos amateur, en los que jugabas pensando solo en la victoria y en el trofeo, no en el dinero”, dice Sergio García, feliz como un adolecente en la Villa Olímpica como su amigo Rafa Nadal y aspirante, como el tenista zurdo, a una medalla. Como también lo piensa Cabrera-Bello, que no ha parado de disfrutar del festival olímpico entre entrenamientos diurnos en un campo que le gusta y noches de espectador en baloncesto, en natación, en tenis, en gimnasia, en lo que hiciera falta. “Es una sensación chula la que estoy viviendo”, dice el canario, que compartirá partido con el favorito, el sueco Henrik Stenson, ganador del último Open. Un jugador chulo para una aventura olímpica que el golf desea que sea más chula todavía.
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