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JUEGOS OLÍMPICOS | ANÁLISIS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los Juegos, ¿para qué?

Carlos Arribas
Varios voluntarios se hacen una foto, ayer, en Río
Varios voluntarios se hacen una foto, ayer, en RíoLE SEGRETAIN (Getty)

Para unos 10.000 deportistas cada cuatro años, el simple hecho de poder decir que ha participado en unos Juegos, que ha sido olímpico, vale casi más que cualquier otro triunfo que pueda figurar en su palmarés. Ese orgullo, y la admiración rendida de sus vecinos, el mayor pago que reciben a cambio de las plusvalías que generan con su arte y sus proezas deportivas.

Para la empresa que los organiza, el Comité Olímpico Internacional (COI), una compañía con consejeros de varios países instalada en Lausana, donde goza de la opacidad financiera que ofrece Suiza a sus residentes, los Juegos de verano son unos ingresos de unos 3.000 millones de dólares cada cuatro años.

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Para la ciudad y el país que los organiza, pasado un primer momento de orgullo en el que pueden decir al mundo que han alcanzado ya tal nivel que se pueden permitir organizar la cita olímpica, los Juegos son un dolor de cabeza y la ruina segura.

Para la sociedad, son una distracción, un espectáculo que da muy bien en la tele, 15 días de vexilología aplicada y una incógnita: ¿es necesario tanto ruido para organizar unas cuantas competiciones deportivas? ¿Y vale para algo todo esto?

Antes de que la primera competición comience, los Juegos han sido siempre un pim-pam-pum escéptico-mediático, y los de Río, más. Las informaciones que llevan habitualmente al ciudadano a dudar de la necesidad de la celebración del evento y a criticar el extraordinario poder del COI, un organismo que sobrevuela cualquier ley democrática, solían en otras ocasiones aflorar solo semanas antes de su inauguración, pero en el caso de los Juegos brasileños el mal nació antes.

Para la ciudad y el país que los organiza son un dolor de cabeza y la ruina segura

Antes del virus Zika y el malvado mosquito que lo transmite fueron ya las informaciones sobre las tremendas crisis económica y política de Brasil, un país que hace siete años se sentía tan optimista que no dudó en lanzarse a una aventura que le costará un mínimo de 5.000 millones de dólares solo en instalaciones deportivas que serán ruinas infrautilizadas 15 días después de abrirse y en organizar 306 competiciones simultáneas de 28 deportes para 10.500 atletas y cuatro rusos. Entre medias, salpicando, las aguas contaminadas de la bahía de Guanabara, donde navegarán los veleros, los miedos de los ciudadanos del primer mundo por la falta de seguridad de la macropolis brasileña y las protestas.

De todas esas circunstancias negativas, que otros años, antes de otros Juegos, eran parecidas, y que se olvidaban en cuanto el último portador de la antorcha comenzaba a subir las escaleras del pebetero para encender la llama, el COI siempre salí ligeramente tocado, pero indemne. Sus Juegos, sus deportistas, su sentido, estaban por encima del bien y del mal. Antes de Río, sin embargo, en las semanas de aproximación, se ha producido la conocida como crisis rusa, que, por su generación y por su mala resolución, ha hecho daño doble tanto al llamado movimiento olímpico como al valor que la sociedad otorga al deporte de competición y a sus deportistas.

Han sido siempre un pim-pam-pum escéptico-mediático, y los de Río, más

La descripción minuciosa del dopaje de Estado ruso ha despertado de una especie de sueño benigno a los ciudadanos, que habían llegado a creer que los laboratorios, la policía, las leyes antidopaje, habían empezado a ganar a los malos y que se ha despertado de golpe, sospechando ya no solo de los malos rusos sino de cualquier deportista de cualquier país. La credibilidad de los récords y de las marcas, la fe en las virtudes del sacrificio, el entrenamiento, la tenacidad, han perdido el partido. La solución parcheada encontrada por el COI de castigar a los rusos sin castigarlos en el fondo, en la búsqueda de un equilibrio que le permitiera mantener intocada la capacidad del negocio, ha dañado más aún uno de los pilares de la arrogada superioridad moral del ente creado por el barón Pierre de Coubertin a finales del siglo XIX, pues ha demostrado, una vez más, por si hacía falta, que lo importante no es participar, sino, siempre, ganar.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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