Cinco días en la cárcel de 'El Chapo' Guzmán
Fomentar el ajedrez entre criminales sanguinarios sólo sirve para que delincan mejor, pensarán algunos. Pero tras cinco días dando 16 conferencias a 900 delincuentes muy peligrosos en la cárcel mexicana de máxima seguridad El Altiplano, mi impresión es que enseñarles a pensar puede reducir el nivel de reincidencia. Lo que necesitan no es aprender estrategia –tras 24 años sin fugas en esa prisión, El Chapo Guzmán, líder del cártel de Sinaloa, se escapó en julio tras excavar un túnel de 1.500 metros-, sino prever las consecuencias de sus actos.
El pasado día 7, cuando entré por primera vez en El Altiplano, contratado por la Fundación Kaspárov para Iberoamérica y acompañado por su presidente, el promotor cultural mexicano Hiquíngari Carranza, tenía claro que necesitaba tres cosas: 1) Mucha paciencia con los tremendos controles de seguridad que debería pasar cada día para entrar y salir (entre 30 y 45 minutos cada vez); 2) Serenidad ante cualquier protesta que organizaran los presos para aprovechar la presencia de un periodista extranjero (tras la fuga de El Chapo les quitaron las televisiones, entre otras medidas, y hubo huelgas de hambre y otros altercados en septiembre y octubre); 3) Dirigirme siempre a los reclusos como lo haría normalmente con otro tipo de público.
No debo detallar las medidas de seguridad por razones obvias. Sólo diré que escaparse de El Altiplano por la puerta roza lo imposible; para lograrlo habría que sobornar al 100% de las decenas de empleados de un mismo turno, lo que no parece realista, con el fin de superar los más de 25 puntos de control que hay desde la calle hasta la zona de las celdas. En el caso de la fuga de El Chapo, aparte de presuntos sobornos o negligencias que la investigación deberá aclarar –el director de la prisión en ese momento, Valentín Cárdenas, y una decena de funcionarios más son ahora presos preventivos-, fallaron los sensores del suelo (para detectar túneles), o alguien permitió que fallasen.
Cada mañana y cada tarde de esos cinco días me dirigía, por tanto, a personas muy conscientes de que sus probabilidades de escapar son muy cercanas a cero. Entre ellos están los principales capos y narcotraficantes de los cárteles más sanguinarios de México, apodados intelectuales en el argot de los responsables de la cárcel, y un montón de ejecutores (materiales, en la misma jerga) de diversos tipos de asesinatos, secuestros, y demás atrocidades, sin olvidar a ese perfil tan específico de los pandilleros criminales.
No quise preguntar si había algún caso parecido al de un antiguo preso de El Altiplano cuya espeluznante historia me contaron durante mi primera cena con varios directivos y psicólogos de la prisión. Un niño mexicano, llamémosle Óscar, nacido en una familia deshecha y con una infancia poco recomendable, creció lavando coches de obreros al lado de una carretera; desde su puesto de trabajo observaba cada día lo que ocurría al otro lado: también lavaban coches, pero en este caso eran la flota de un cártel del crimen organizado. La envidia transformó su aspiración profesional en una obsesión: algún día lograría lavar esos coches del otro lado.
Ese día llegó, por fin, porque alguien se puso enfermo y necesitaban suplirlo. Le ofrecieron el puesto, aceptó, empezó a ver de cerca los entresijos de esa mafia, y desarrolló otra obsesión, de mayor nivel: algún día trabajaría como guardaespaldas de esa organización. Así se lo hizo saber a uno de sus jefes, quien le dio esperanzas, pero no sin advertirle que antes debería pasar una prueba de fuego.
Ese día también llegó. Los secuaces capturaron a varios de sus familiares más cercanos (madre, esposa, hijos…) y los alinearon frente a Óscar. La prueba de fidelidad consistía en matarlos a todos allí mismo. Y Óscar la cumplió a rajatabla.
Borrar todo sentimiento negativo sobre los presos del primer plano de mi memoria fue la tarea mental que me impuse cada mañana mientras pasaba los tediosos controles de seguridad, con el fin de garantizar la calidad de mis conferencias. Pero sería yo muy injusto si no resaltase de inmediato que casi todos los internos me ayudaron mucho en ese empeño: aproximadamente el 80% de ellos mostró una actitud muy positiva (muy atentos y con buenas preguntas); el 15% fue respetuoso pero con poco interés; el 5% parecía ausente; y sólo uno de los 900 reclusos que me escucharon protagonizó un incidente muy desagradable que prefiero no detallar para no caer en el sensacionalismo; además, no iba dirigido contra mí, era una peculiar manera de protestar por el mencionado asunto de las televisiones.
Los responsables de la prisión –para quienes sólo tengo palabras de profundo agradecimiento por el excelente trato que recibí- me iban indicando minutos antes de cada conferencia el perfil del próximo grupo. Con el fin de que yo acertara en la manera de dirigirme a ellos, era importante distinguir entre intelectuales y ejecutores, y dentro de estos últimos entre aquéllos con un nivel cultural razonable y bajísimo (frecuente entre los pandilleros). Fue en la segunda o tercera conferencia cuando uno de los internos de un grupo de intelectuales abrió el turno de preguntas, tras los 50 minutos de mi exposición, de una manera tan especial que casi recuerdo sus palabras exactas: “Quiero pedirle disculpas en nombre de mis compañeros porque nos habrá notado muy inquietos y quizá poco atentos a sus palabras. Su conferencia nos parece muy interesante y le agradecemos mucho que haya venido, pero estamos muy enojados porque nos hayan privado de nuestras televisiones. Le rogamos que traslade esta reivindicación al director y a las autoridades del Gobierno con las que tenga ocasión de platicar”. Agradecí su tono, di mi palabra de que transmitiría su petición y respondí seguidamente a muchas preguntas interesantes.
Mi conferencia, repetida 16 veces, fue la que suelo dar cuando el fin es, ante todo, divulgativo: Viaje por el fascinante mundo del ajedrez. Consiste en un vuelo supersónico imaginario a través de los más de 1.500 años de historia documentada del ajedrez, desde el siglo V hasta el futuro, aterrizando y despegando en los momentos y lugares más interesantes, y conociendo a personajes fascinantes. Pero en este caso añadí historias y vídeos de especial interés para los internos.
Por ejemplo, cuando les explicaba cómo se juega al ajedrez a ciegas (con los ojos vendados), intercalaba un vídeo del gran maestro estadounidense de origen ruso Timur Garéiev, jugando de esa manera contra diez reclusos de una prisión en EE UU. Garéiev quiere elevar a 50 partidas simultáneas el récord del mundo, que pertenece al alemán Marc Lang con 46 en 21 horas (19 victorias, 25 empates, dos derrotas).
Los vídeos que desataban carcajadas de mi audiencia eran dos, hechos en Rusia por la Fundación del excampeón del mundo Anatoli Kárpov para ilustrar sus actividades en algunas cárceles. En ellos se ven trucos muy frecuentes para facilitar la comunicación y la vida de los internos, como enviarse mensajes en papelitos que se descuelgan de una celda a otra atados con cordeles (así se pueden transmitir jugadas de ajedrez en una partida por correspondencia); o cómo lograr una ración extra de miga de pan para fabricar piezas de ajedrez. Los reclusos de El Altiplano se veían reflejados en esas escenas, lo que provocaba explosiones de risa en todos los grupos.
Previamente les había contado mi experiencia de 1992 en la cárcel de Almería (España), donde pasé un día entero, desde el desayuno hasta la cena, al otro lado de las rejas, conviviendo con los presos, que tenían un equipo de ajedrez que participaba en el Campeonato de Andalucía. Allí conocí a varios personajes de película. Y especial a José Manuel, un recluso que hoy está plenamente rehabilitado e integrado en la sociedad. Entonces fue catalogado como preso muy peligroso, y duramente castigado (seis meses en celdas de aislamiento).
Pero de pronto le entró la pasión del ajedrez (había aprendido a jugar en otra cárcel), y eso lo cambió por completo. Fabricó un tablero con cartones, y las piezas con migas de pan; dejó de fumar y de tomar café para tener dinero que le permitiera comprar libros técnicos; y con la mantequilla del desayuno logró hacer velas que le permitieran leerlos por la noche. Y lo más importante: ya no era peligroso, sino ejemplar, hasta el punto de que le concedieron seis días de permiso.
Avisado por el funcionario Gonzalo Vázquez, el gran artífice de todo aquello, regresé a Almería, pero esta vez para esperar la salida de José Manuel tras seis años de reclusión, temprano por la mañana. Lo invité a desayunar, y entonces me transmitió dos ideas fundamentales para comprender por qué el ajedrez está dando muy buenos resultados pedagógicos, sociales y terapéuticos en las prisiones de varios países. “El ajedrez nos quita mucha cárcel. Cada hora que pasamos jugando ahí adentro pasa mucho más rápido. Y además, durante esa hora no estamos pensando en cómo conseguir drogas u otros sentimientos negativos. El ajedrez funciona como una droga benigna para nosotros”.
La otra idea es aún más importante: “Estoy convencido de que el ajedrez es beneficioso para todo el mundo. Pero para nosotros es ideal, porque nos enseña a pensar en las consecuencias de nuestros actos antes de hacerlos”. Esta frase es tan redonda que ahorra muchas explicaciones.
Mis conferencias en El Altiplano terminaban con un proverbio hindú: “El ajedrez es un inmenso mar, donde un mosquito puede beber y un elefante puede bañarse”. Entonces explicaba que en ajedrez, para ser elefante –uno de los mejores jugadores del mundo- hay que empezar desde niño, antes de los diez años. Pero basta con ser un poco más que mosquito (principiante) para disfrutarlo o sacar de él enseñanzas muy útiles en la vida normal.
Todo eso les gustaba mucho, y en la gran mayoría de las 16 conferencias tuve que volver al escenario una o dos veces para agradecer los aplausos. Mientras lo hacía, algunas veces sentía una ráfaga de sentimientos negativos: estos que tanto me aplauden son asesinos, narcotraficantes, secuestradores y pandilleros. Pero enseguida eran neutralizados por otros muy positivos: si he logrado que el ajedrez, sus apasionantes historias y los valores que genera les conmuevan, es que hay esperanza, al menos para algunos de ellos. Con esa idea salí por última vez de El Altiplano, atravesando sus interminables controles. Casi todos los presos también saldrán algún día.
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