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Albert Rivera, la anestesia y un partido de fútbol que no se juega

Ante De la Morena y Valdano, el líder de Ciudadanos ha presentado sus credenciales de campeón de España de Debate

Carlos Arribas
Albert Rivera (centro) en el programa 'El Larguero'.
Albert Rivera (centro) en el programa 'El Larguero'.

En la cabeza de Albert Rivera, en su discurso veloz de vendedor de Media Markt, en su lengua, qué pico, que a tanta velocidad transmite los impulsos nerviosos que le llegan del cerebro, quieren convivir sin pelearse dos mundos contradictorios, el de la razón y el de la emoción, igual que en su visión del mundo, en su deseo político, un contenedor en el que todo cabe siempre que sea racional, cohabitan la defensa de lo público y la exaltación del mercado. Jorge Valdano, dedo en la sien, pose de filósofo que ha publicado en la Revista de Occidente de Ortega y ha jugado en el Madrid y le ha dado pases a Maradona, le observa entre fascinado y socarrón. Fascinado por la habilidad, por lo listo que es el compañero de noche y Larguero, por la velocidad mental con que se acopla a preguntas y discursos, y su energía inagotable; socarrón por esa misma habilidad de interior derecho que le gusta meterse por la izquierda para tocar más balón, comparación feliz que Valdano toma prestada de otro gran irónico, Vicente del Bosque. Todo ello se condensa, para Valdano, más interrogador curioso que conversador en la noche que ya empieza a ser fría y es triste porque todo el mundo se acuerda de París, y del miedo, en un adjetivo y en su sustantivo: Rivera es fresco, su discurso es fresco, Rivera rebosa frescura. Y resume el resumen Valdano, cuya mirada, si no fuera porque es argentino y escribirlo es un tópico, sería la de un psicólogo que analiza clínicamente a un paciente logorreico: Rivera, el líder de Ciudadanos, un joven de americana y camisa clara sin corbata, sin desaliño sino con pulcritud y buen tipo, y posible morador en La Moncloa dentro de un par de meses, es muy fresco.

La noche es un monólogo veloz que De la Morena puntúa con indirectas cuando reclama el micrófono y le corta la palabra sin contemplaciones al invitado que antes de nada ha presentado sus credenciales de campeón de España de Debate, habilidad que practicó conjuntamente con el waterpolo, el ligue ininterrumpido, el escaso estudio y las magníficas notas en su vida universitaria. Y cuando dirige la noche.

Siempre que la vida y el estado de ánimo de las gentes los ensombrece la presencia de la muerte, el temor a la muerte, el terror del terrorismo que abruma como la niebla espesa del valle del Duero que retrasó la llegada a Madrid de Rivera desde Logroño, donde había actuado al atardecer, aparecen sabios que hablan del deporte, de cualquier competición, de un partido de fútbol, por ejemplo, y lo ensalzan como una breve pausa de humanidad en mitad de un infinito horror, como un momento de normalidad que hace pensar que las masacres no han existido en medio de una realidad demoniaca. Podría haber pasado eso en un Larguero que, a diferencia de los otros de políticos y deportistas trocó el debate de entrada, el del independentismo, que ahora suena a tontería, por el de la pena, si no fuera porque, con una sensatez muy suya, De la Morena se pronunció en contra. “En momentos así, el fútbol anestesia”, dijo el periodista, y rápido como el rayo, Rivera lo traduce a su sistema nervioso, lo lleva a su terreno. El fútbol se asienta en el lado emocional de su ser, en el recuerdo de la final olímpica del 92, con la victoria de la España de Pep Guardiola y Kiko entrenada por Kubala nada menos en el Camp Nou, en sus celebraciones de culé emocionado, en los brincos que pega su corazón, y su envidia, cuando oye a toda Francia cantar La Marsellesa, cuando envidioso ve a los franceses apegados a sus símbolos y su república y sus lemas. Se dispara entonces Rivera y pide que la selección, la Roja de Del Bosque, vuelva al Camp Nou, y Valdano, didáctico, intelectual a su pesar, se ve obligado a bajarlo a tierra con una pirueta de su pensamiento en la que entran el fanatismo religioso del terror no tan lejano en sus raíces a la componente emocional del nacionalismo, lo que resulta complicado de racionalizar como tanto desea el que habla. “Los símbolos”, le dice Valdano, “son un refugio en el drama”.

Ante Rivera, la mirada de Valdano, si no fuera porque es argentino y escribirlo es un tópico, sería la de un psicólogo que analiza clínicamente a un paciente logorreico

El Larguero son dos salas separadas por un cristal gordo que viven cada una a su ritmo sin que nada trasluzca. A un lado del vidrio, De la Morena escucha a Rivera; al otro más periodistas trabajan frenéticos porque en mitad del programa se enteran de que el fútbol, el martes en Bruselas, donde jugaba España, no será ni falsa pausa de humanidad en mitad del horror ni tampoco anestesia y olvido, porque asustadas ante la posibilidad y verosimilitud de un atentado en el estadio de Heysel, las autoridades belgas han suspendido el partido. Lo confirman y se cuenta en antena, en directo. Se cortan los discursos cuando Rivera, líder prestidigitador y ambicioso, se ve reflejado simultáneamente en líderes tan diferentes como Matteo Renzi, Bill Clinton, Felipe González, Manuel Valls y Adolfo Suárez.

“¿Cuál es la medida del éxito? Espero que no sea llegar a La Moncloa a la primera…”, le pregunta Valdano para cerrar la noche, a lo que Rivera responde parafraseando a Luis Aragonés: “Ganar, ganar y luego ganar”. Valdano, entonces, le corrige. “Pero al final de su carrera”, le recuerda, “Luis cambió ganar por jugar. Hay que jugar, jugar y luego jugar, decía”. Rivera, el joven de 36 años y un piso de 50 metros en L’Hospitalet, fue de nuevo rápido en la réplica sintética. “Eso es, hay que jugar para ganar”, dijo, y se sintió de nuevo campeón de España de Debates.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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