Muere Howard Kendall, exentrenador del Athletic
El técnico inglés entrenó al equipo rojiblanco entre 1987 y 1989 y dirigió al mejor Everton
Se rió como hacía tiempo que quizás no lo hacía. Celebraba sus éxitos, sonreía con el cariño del público que le despidió de Goodison Park como solo se despide a los amigos. Él, su mujer, su madre, mi amiga traductora, el fotógrafo y yo veíamos las imágenes repetidas de un canal de televisión británica y a Howard Kendall, un día después del acto, se le humedecían las pupilas mientras algunas lagrimitas ponían blanco sobre rosa su pómulos tan bitánicos. Fue llamar al timbre de su pequeño chalet y abrir una mujer morena para sentirte en casa. Me esperaban para hacer una entrevista al ídolo de Liverpool, una ciudad llena de ídolos musicales y futbolísticos. Y apareció Howard Kendall. Le saludé, nos invitó a té (a mí, al fotógrafo y a una au pair que me salvó la vida en la traducción) y a los pocos minutos me lo había ganado. Le dije que era muy simpática su mujer, muy divertida, en el breve instante de un momento, y se rió como hacía tiempo que quizás no lo hacía. “¡¡Es mi madre!!” grito riéndose, “¡¡es mi madre!!”. Y la llamó. Y nos volvimos a besar en las mejillas ahora ya con la calidad de un amigo, no de un recién llegado. Después apareció su mujer, bellísma, típicamente británica, un tanto hierática, rubia y blanquecina, educada como solo una británica sabe serlo cuando se lo propone. ¿Victoriana? No lo sé. Cuando acabó la retransmisión, no pusimos a la faena. Más té, más pastas, mientras oscurecía en Liverpool. Su mujer se fue a sus tareas; su madre, iba y venía en su trajines. Le di una lista con con la plantilla del Athletic, club por el que acaba de firmar, siendo oficialmente el mejor entrenador de Europa, donde figuraban los minutos, goles, tarjetas, suplencias, titularidades, ordenados por demarcaciones. Agredecido por los datos (estábamos en 1987), me hizo la pregunta del millón: ¿”Que tal son los porteros?” Sin portero no hay equipo”, dijo. “Hombre, Howard (nótese la familiaridad de un cuarto de hora) no juega Iribar, pero Biurrun es un buen portero”, le dije con la sorpresa del entrevistador entrevistado por un ídolo del fútbol europeo y británico (nótese que británico y vasco de confundían a menudo tratándose de fútbol).
De vuelta a Bilbao, Kendall se instaló en las instalaciones de Lezama conviviendo con sus cuidadores, la familia Rentería, porque el hotel en el que le instaló el Athletic se le hacía impersonal a alguien que sentía lo popular como lo más cercano a lo personal. Su mujer no quiso instalarse en Bilbao y se quedó solo en la pequeña ciudad. Los Rentería fueron su familia, sus colaboradores sus amigos, los periodistas, unos tipos que hacían su trabajo con los que no mantuvo disputa alguna. Al contrario, un día la semana los invitaba a charlar en Lezama, con vino y chorizo (una de sus grandes devociones) sin guión ni protocolo.
En el Everton estuvo desde 1982 hasta 1987cuando consiguió dos Ligas, una FA Cup y tres Charity Shield. Entonces, sobre todo en Europa, demostró, -quizás por vez primera- que los equipos ingleses podían jugar al toque, con la calma que la Premier les negaba y que la tradición les impedía. Fueron los años dorados de aquellos azules, que vivían sojuzgados por el rojo brillante del Liverpool. “Si hasta nuestro presidente es uno de los grandes accionistas del Liverpool”, me soltó en aquel atardecer entre té y pastas.
En Bilbao no lo hizo ni bien ni mal. No le bendijeron los éxitos puntuales aunque a sus órdenes debutaron tipos como Garitano, Urrutia (hoy presidente del club) o Alkorta. En 1989, en una conferencia de prensa en un hotel cercano a San Mamés se despidió, a mitad de temporada, del Athletic, el equipo al que amó tanto como al Everton. Se despidió llorando. De nuevo las lágrimas blancas sobre los pómulos sonrosados, tan británicos, de su cara redonda. Habían pasado dos años desde que llorase de alegría hasta que lloró de tristeza. Hoy sábado murió en Shoutpart (Inglaterra), a los 69 años de edad. Murió joven, porque vivió como un joven. Esta vez él no lloró. Lloramos los demás.
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