Una rivalidad de altura
‘Cuando éramos los mejores’ relata en primera persona la historia del mítico enfrenamiento entre dos de los más importantes baloncestistas de la historia
Cuando era niño, la única cosa que me importaba era ganar a mis hermanos. Mark y Mike eran mayores que yo y, por lo tanto, más grandes, más fuertes y mejores; al baloncesto, al béisbol, en todo. Me empujaban, me zarandeaban. Quería ganarles, más que nada, más que a nadie. Pero aún no había conocido a Magic. Cuando lo hice, era a él al único al que tenía que derrotar. Mi relación con Magic va más allá de lo fraternal. Nunca he desvelado de qué forma dominaba mis pensamientos durante mis días como jugador. No podía.
Nuestras carreras, desde el principio, recorrieron el mismo camino. Nos enfrentamos en el campeonato nacional universitario y luego nos hicimos profesionales, exactamente el mismo año. Él en la costa oeste, yo en la costa este; en las dos mejores franquicias de la NBA de todos los tiempos. No se podría haber planeado mejor. Al principio no me gustó cómo funcionaba el asunto. Era siempre Bird y Magic, en lugar de Celtics y Lakers, y eso no me gustaba. Ni siquiera tratábamos de defendernos. Yo profesaba un respeto enorme por Magic. Desde la primera vez que le vi, me di cuenta de que veía el juego de la misma forma que yo. Todo consiste en competir, y eso es lo que ambos compartíamos. Eso fue lo que nos hizo destacar.
Mis compañeros siempre rajaban de Magic, por su sonrisa perenne, por cómo buscaba siempre la jugada más espectacular. Pero si ibas al fondo del asunto y les preguntabas qué pensaban de verdad, incluso ellos tenían que admitirlo: “Es el mejor”. Yo no perdía demasiado el tiempo comparándome con él. Éramos dos jugadores totalmente diferentes, con pocas similitudes. A los dos nos encantaba pasar y mantener a nuestros compañeros involucrados en el juego. No era nuestra prioridad meter 50 puntos, aunque habríamos podido hacerlo fácilmente cuando estábamos en nuestro mejor momento. Cuando veía las mejores jugadas de Magic después de los partidos, me decía, “¿cómo ha hecho eso?”. Controlaba el tempo de partido mejor que nadie. En ocasiones, cuando jugábamos contra los Lakers, yo era el único defensor en uno de sus contraataques 3 contra 1. Aunque yo no era demasiado rápido, solía ser capaz de leer lo que iba a hacer el base en esas situaciones e intuir hacia dónde iba a pasar. Pero no con Magic. Nunca tenía ni idea de lo que iba a hacer con el balón. No nos caíamos demasiado bien. Era demasiado duro. Año tras año intentando derrotarnos, y la gente seguía comparándonos. Los dos queríamos lo mismo, por eso yo no quería conocerle, porque sabía que probablemente me caería bien y entonces perdería mi ventaja.
La gente cree que todo comenzó con la final de la NCAA (liga universitaria) de 1979. No es así. Jugamos en el mismo equipo el verano anterior en un torneo internacional y juntos hicimos algunas jugadas increíbles. Es una pena que nadie las viese. El entrenador no nos dejó jugar demasiado, así que tuvimos que idear otras formas de demostrar que estábamos entre los mejores jugadores del país al margen de los partidos.
Ha sido un camino interesante, creedme. Pero no siempre ha sido un camino sencillo. Cuando eres tan competitivo como lo somos nosotros, surgen malos pensamientos a todas horas. Yo los tenía y, después de esta experiencia, he sabido que Magic, también. Larry Bird, Indianápolis, marzo de 2009.
Mi entrenador en el instituto, George Fox, solía decirme que no diese mi talento por sentado. “Eres especial, Earvin”, decía. “Pero no puedes dejar de trabajar duro. No olvides esto: existe alguien ahí fuera con tu mismo talento y que está trabajando igual de duro. Quizá más aún”. Cuando el entrenador Fox decía esas cosas, yo asentía con la cabeza pero pensaba para mis adentros: “Me gustaría conocer a ese tío, porque nunca lo he visto”. ¿En serio? No estaba seguro de que existiese alguien así. Eso cambió el día de 1978 en el que entré en un pabellón de Lexington, Kentucky, y vi a Larry Bird por primera vez. Entonces supe que aquel era a quien se refería el entrenador Fox. Larry era un tipo especial. No hablaba demasiado y estaba siempre ensimismado. Pero, amigos, sabía jugar al baloncesto. Nunca había visto a un jugador de su tamaño pasar como él lo hacía. Hubo química desde el primer momento. Jugamos en el equipo suplente con un grupo de estrellas universitarias y acabamos por dejar en ridículo a los titulares.
Sabía que volvería a verme las caras con él, y así fue, ¡muchísimas veces! Cuando llegué a la NBA y empecé a jugar en los Lakers, veía todos los partidos de los Celtics que podía para estar al tanto de lo que él hacía. Se convirtió en el referente con el que medirme. La primera vez que nos enfrentamos en las Finales, en 1984, Larry sacó lo mejor de mí. Me llevó años superarle. En realidad, no estoy seguro de haberlo hecho.
Me sorprendió escuchar el relato de Larry sobre mi victoria en el campeonato de la NBA como novato. En él admite que estaba celoso, lo que me ha dejado alucinado, porque por entonces nunca lo demostró. Por supuesto, como sabréis cuando empecéis a leer este libro, yo también tuve mis brotes de celos. Cuando hablo en público suelo decir que me hubiera gustado que los hijos de los presentes hubieran tenido la oportunidad de ver jugar a Larry Bird, porque lo hacía como hay que hacerlo. Jugaba en equipo, pero lo que yo más admiraba era su deseo de ganar, su dureza, su presencia de ánimo y su conocimiento del juego.
Estoy indisolublemente unido a Larry, para siempre. Así es, simple y llanamente. Quise que los dos entrásemos juntos en el Salón de la Fama, pero no fue posible, así que este libro es lo más parecido a hacerlo. Nos ha dado la oportunidad de contar nuestra historia y compartir con vosotros la evolución de nuestra amistad. Una parte de ella os sorprenderá. Cuando jugaba, yo era consciente de cómo escrutaba obsesivamente hasta el último movimiento de Larry, pero no fue hasta que empecé a hacer las entrevistas para este libro que supe que él me seguía con la misma atención. No puedo eludir a Larry. Y apuesto a que él tampoco puede hacerlo conmigo.
Nunca ha habido una rivalidad mejor. Algunas veces me pongo los antiguos partidos entre los Celtics y los Lakers. Nunca me canso de verlos. En cada equipo había cinco cuerpos moviéndose sincronizadamente. Normalmente anotábamos 60 puntos al descanso. Era un baloncesto poético. Cuando los veo no puedo dejar de notar la intensidad en el rostro de Larry y en el mío. No desconectábamos nunca. No podíamos permitírnoslo porque, si lo hacíamos, el tipo que estaba enfrente iba a sacarle partido. ¿Podéis imaginaros lo que es tener a un jugador del calibre de Larry Bird presionándote noche tras noche? Era agotador.
Nos llevó cierto tiempo llegar a conocernos. Es difícil construir una relación con alguien que anhela exactamente lo mismo que tú. Éramos diferentes, eso está claro. Yo muy expresivo en la pista, Larry a menudo ni siquiera movía un músculo. Yo sabía que por dentro su corazón latía tan rápido como el mío, pero muchas veces le miraba y me preguntaba, “¿qué está pensando?”. Ahora, por fin, lo sé. Earvin ‘Magic’ Johnson, Los Ángeles, marzo de 2009.
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