El kilómetro loco de Wilimovsky
El joven surfero californiano destroza los 10 kilómetros de aguas abiertas
Walter Caballero salió del agua con manchas aceitosas en el pecho y al encontrarse a su amigo Esteban Enderica se cogió el labio inferior y le mostró la herida. “¡Mira!”, le dijo, mientras el otro se señalaba un rasguño en el pómulo. Unidos por la sangre, el boliviano y el ecuatoriano intercambiaron impresiones en el fragor de la meta, a la sombra del Kremlin de Kazán, en la vieja playa del río Kazanka donde Iván el Terrible levantó una fortaleza y donde acababa de concluir la final mundial de 10 kilómetros en aguas abiertas, después de casi dos horas de brazadas, patadas y sopapos para pasar por el embudo de las boyas. “Cuando han acelerado en el último kilómetro ha sido imposible seguirlos porque ya tenía los brazos agarrotados”, lamentó Enederica, que finalizó en el puesto 20, lejos de los diez primeros lugares que permitieron la clasificación automática para el que será el equivalente al maratón de la natación en los Juegos de Río.
El culpable de romper la carrera en los últimos mil metros fue Jordan Wilimovsky. Un bicho raro en el mundillo de las aguas abiertas, poblado por nadadores resabiados. Un recién llegado. Nacido en Malibú hace 20 años, miembro del Team Santa Mónica, se presentó en Rusia con la típica melena amarilla de los surferos de otra época. Venía de ganar los nacionales estadounidenses en Florida y se le veía distraído. Como avergonzado de su condición de primerizo. Sus zapatillas de lona sin marca denotaban una extraña falta de atención hacia los patrocinadores. Un escándalo en la era del márketing.
“Nuestro trabajo”, decía Dave Kelsheimer, el entrenador del fenómeno, “consiste en agregar ganancias marginales y minimizar pérdidas marginales. No queremos ser los más rápidos; solo los últimos en bajar el ritmo”.
No se sabe si el técnico de Wilimovsky habló de una estrategia bursátil o distrajo la competencia con mensajes equívocos. Sea como fuere, el muchacho empezó la carrera más fatigosa del programa olímpico escondido entre la multitud. Hasta 72 nadadores se lanzaron al agua marrón para cruzar el río ocho veces, a razón de 2.500 metros por ciclo, a un ritmo bárbaro de 28 minutos cada uno, de la orilla del Kremlin a la orilla del Palacio del Matrimonio, y del Palacio del Matrimonio al Kremlin, y de vuelta al Palacio del Matrimonio… Efectivamente, los tártaros del Volga honran la institución del matrimonio civil y han levantado un registro monumental junto al río. Pero sigamos con Wilimovsky, que es un zorro.
Hay tres estrategias posibles en una carrera de 10 kilómetros. La primera, la que puso en práctica el desdichado húngaro Gyurta, es ir en cabeza para nadar en agua limpia y llevando la iniciativa. La segunda consiste en ir con el grupo, en la bola de espuma que dificulta la visión al tiempo que se reciben golpes. La tercera, muy poco frecuente, es buscar la retaguardia y esperar. Esto hizo Wilimovsky, que pasó el 40 por el primer 2.500, y el 17 por el 5.000. Cuando el desgaste dispersó la columna, el estadounidense, nieto de inmigrantes checos, aumentó la frecuencia de sus brazadas. En el paso por el 7.500 iba primero, enganchado al campeón olímpico Ous Mellouli, que pronto sucumbió.
“Tuve suerte de reservar suficiente energía para el final”, dijo el tímido Wilimovsky, después de colgarse la medalla de oro. A pesar de ir nadando en zigzag, desorientado, cruzó la meta en 1 hora 49,48 minutos. Diez metros por delante del veterano griego Spyridon Giannotis, de 35 años, y del holandés Ferry Weertman, campeón europeo, bronce y plata respectivamente. “Wilimovsky se volvió loco”, dijo Weertman, tentado por la risa.
Aprendió a nadar a los 10 años con la ilusión de ser vigilante de la playa de Malibu. En Los Ángeles descubrió las aguas abiertas del océano y las series de televisión con chicas en bikini. Ayer en un afluente del Volga se coronó campeón del mundo.
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