Futbolista en Nueva York
Nueva York, en un sentido poético, es uno de esos bellos pueblos sin tráfico ni delincuencia, en los que un futbolista puede fabricar una portería con el jersey y el abrigo, en mitad de la calle, y enzarzarse durante tres horas en un partido con los amigos hasta que su madre, desde la ventana, le grita “¡Pasa a hacer los deberes ahora mismo!”. De un tiempo a esta parte, la ciudad estadounidense encarna el retorno a la infancia con el que sueñan los futbolistas europeos que fichan por sus equipos, en los que la exigencia y la presión se relajan. Lo hicieron Thierry Henry, Raúl, Villa, Lampard, Kaká, y seguramente Pirlo. Llega un día en que el jugador, enamorado del fútbol, pero cansado de su esclavitud, anhela jugar sin agobios, casi sentado en un rincón, fumando cigarrillos y observando el techo.
El jugador europeo agradece el papel de don nadie, pero con dinero, que le reserva la Gran Manzana
Hastiados de la alta competición y la opresión mediática, añoran las tardes en que jugaban sobre el cemento, en pantalones vaqueros, y no había recogepelotas. Nueva York les proporciona esa indiferencia bien educada que Estados Unidos cultiva hacia el fútbol, al que ni siquiera llaman fútbol. Los norteamericanos están dispuestos a practicarlo, pero en el fondo siempre les parecerá un juego idiota al lado de deportes como el béisbol en los que es posible estar gordo, mal peinado y triunfar. Acostumbrados a experiencias más trepidantes, o que se pueden compatibilizar con las hamburguesas completas, temen que el fútbol se parezca demasiado a una clase de hora y media sobre poesía mística castellana. Recordemos si no la reacción del New York Post a la eliminación de su selección en el Mundial de 2010. Ghana los apeó en la prórroga, y el diario sensacionalista tituló en portada: “This sport is stupid anyway” (Este deporte es estúpido de todos modos).
Después de años sometidos a una sofocante presión, soportando la mirada de millones de ojos, el jugador europeo agradece el papel de don nadie, pero con dinero, que le reserva su nuevo destino. En la Gran Manzana un futbolista que firma un autógrafo, o consiente hacerse una fotografía con un admirador, constituye una rareza. Los neoyorkinos enseguida lo toman por un famosísimo escritor, al que no conocen de nada.
A veces, cuando te haces mayor y los éxitos ya no te caben en el salón, descubres que la vida sólo consiste en hacerse joven lentamente y tomarse los placeres muy en serio. La forma más rápida de conseguirlo es fichar por un equipo estadounidense, a la hora fresquita del crepúsculo. Durante una época, los jugadores elegían Los Ángeles; ahora se impone Nueva York. En las dos ciudades no te conoce nadie, y tus vecinos ricos te llaman señor en el portal y se descubren la cabeza con afectación, dirigiéndote un magnífico sombrerazo, que denota buenos modales. Tú te dejas llevar por las palpitaciones de la ciudad. A los pocos meses ya eres asiduo a las óperas del Lincoln Center, y lees el New Yorker con un monóculo. Entretanto, el fútbol vuelve a ser el juego callejero de siempre, hasta que alguien descubrió que eras demasiado bueno.
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