El árbitro, solo ante los padres
Colegiados denuncian insultos y agresiones. Medio millón de menores presencian cada domingo la agresividad de la grada
Pablo Fernández otea el pueblo buscando los focos del campo de fútbol de Villanueva del Río y Minas, a 50 kilómetros de Sevilla. No quiere preguntar dónde está. “Es un cantazo, si vas sin un niño detrás está claro que eres el árbitro... Y ya te han fichado el coche”.
En España cada fin de semana se celebran más de 20.000 partidos de fútbol. La mayoría entre menores de edad. De los 714.000 futbolistas federados, el 80% tienen 18 años o menos; el 66% no llega a los 16. Y en esos 20.000 partidos, siempre hay un árbitro.
“En las categorías inferiores el árbitro llega solo al campo… Y se juega el pellejo”, dice el portavoz del Sindicato de Árbitros, de forma anónima y desde un número oculto. Esta asociación de unos 30 colegiados no es un sindicato oficial, “las voces críticas no gustan en las federaciones y podría haber represalias”, dice su portavoz para justificar el secretismo.
El sindicato calcula que hay unas 50 agresiones físicas al mes. “Verbales, decenas de miles”, dicen. Los últimos titulares de su web viajan de Melilla a Valencia, de Vizcaya a Algeciras: “Le partieron la cara”, “Heridas de guerra en un juvenil”, “Te voy a cortar el cuello”, “Puñetazo a la boca del árbitro”, “Batalla campal entre juveniles y padres”, “Un espectador parte el labio a un juvenil”...
“En el fútbol regional no existen las medidas de seguridad que hay en Primera y Segunda División, de los insultos se pasa enseguida a las manos”, dice el portavoz del sindicato. Un fenómeno “especialmente dramático en las categorías infantiles”, añade, “donde los padres insultan, presionan a los niños, se meten en el campo, se pelean y atacan al árbitro”.
No es un problema nuevo. Un estudio de 2007 liderado por el psicólogo Fernando Gimeno que ha dirigido varias tesis universitarias sobre el tema concluyó que el comportamiento no deportivo más común en el fútbol base es la agresión verbal de padres al árbitro (en un 19% de los partidos), seguida de los insultos entre jugadores (12%) y de los de un entrenador al árbitro (7%). “Un energúmeno gritando exabruptos lo hay en el 99% de los encuentros”, precisa el experto, “nuestros datos se refieren a agresiones significativas, es decir, a partidos muy calientes”. “Las agresiones físicas no son frecuentes”, continúa, “pero no hay más porque la Policía y la Guardia Civil acuden a muchos partidos infantiles antes de que sucedan”. “Los árbitros se llevan la peor parte, parece que los insultos vienen con el silbato”, dice Gimeno, “pero no son los únicos que sufren, también los entrenadores, los padres que intentan calmar los ánimos, y por supuesto, los niños”.
“Muchos árbitros son chavales que llegan en bici al campo”, dice Pablo, de 29 años. “Si las cosas se ponen feas, yo puedo al menos dar un acelerón”. Lo primero que hace cuando llega a un campo que no conoce es ver si para alcanzar su vestuario tiene que pasar por delante del bar. Luego comprueba que haya una salida trasera. Más desde octubre de 2014, cuando, tras suspender un partido de cadetes en Huévar del Aljarafe (Sevilla), los seguidores locales (jaleados por el entrenador y el delegado de campo) le acorralaron camino del vestuario. Uno de ellos —el alcalde, según denunció Pablo— le dio un puñetazo en la cara. La Federación Andaluza sancionó al equipo con un punto, la clausura del campo por un partido y una multa de 150 euros. Al entrenador del Huévar lo suspendió seis partidos y al delegado le cayó un mes de inhabilitación y 40 euros.
“Para las sanciones ridículas que suelen imponer, la mía no estuvo mal”, dice Pablo, recordando los recientes insultos que sufrió la árbitra Laura Jiménez en un partido en Cádiz. “Guarra”, “Ojalá Franco levantara la cabeza y os mandara a vuestro sitio, que es la cocina”... ¿La multa al club? 50 euros.
Un sindicato no oficial calcula que hay unas 50 agresiones al mes en categorías inferiores
El partido arranca en Villanueva del Río y Minas, y Pablo tiene la tarjeta fácil. Es estricto. Puntilloso. Lo dice él mismo: “La normativa está para cumplirla y el árbitro es la máxima autoridad en el campo”. En las gradas, su estilo no gusta. Habrá unas 60 personas, la mayoría padres. “Dale un pepinazo al árbitro en la cara, me cago en la madre que lo parió”, grita un hombre con la mitad del cuerpo dentro del campo. Con una mano hace aspavientos, con la otra fuma. A su lado, un niño de unos ocho años, probablemente hermano de alguno de los jugadores, de 11 o 12. Desde la grada contraria, llega un “¡Árbitro, hijo de puta!” proferido por un padre del equipo rival. A este lado un abuelo comenta: “Mientras se meta con el árbitro... Pero como diga algo de un niño vamos para allá y vuelan las hostias”.
Para alguien que nunca ha visto un partido infantil, el nivel de tacos, testosterona y presión a los niños por parte de padres y entrenadores (con gritos de ánimo como “parecéis niñas”, o “hay que adelgazar y correr más”) es sorprendente. Pero al acabar el partido Pablo está contento. “Ha estado tranquilo, ¿no?”, comenta.
Vistos varios partidos más, todo encaja. Siempre son cuatro o cinco los que más gritan, pero envenenan un ambiente que debería ser apto para todos los públicos. En Dos Hermanas, un campo con mala fama, lo más bonito que oye otro árbitro es que tiene un lío con la hermana de algún niño del equipo contrario y por eso les favorece. Un seguidor trepa la valla para amenazar al colegiado con un “Te voy a partir la cara”. En otro campo, un padre grita a su hijo, de unos siete años: “Si estás dormido, al banquillo y que salga otro”. En los bares de los campos corre la cerveza y la sangría. En el del Calavera CF, tras la expulsión del entrenador y de un jugador, varios hombres esperan al árbitro a la salida para recriminarle: “No tienes ni puta idea”, “Mal te va a ir así”.
Al llegar a un campo el árbitro Pablo Fernández siempre comprueba que haya salida trasera
Solo en Sevilla, la temporada pasada hubo 21 agresiones físicas a árbitros y 172 incidentes entre el público (en 16.820 partidos). No solo pasa en el sur, en Galicia el comité regional de árbitros cuenta unas 15. La federaciones llevan cada cual su cuenta, muchas solo suman las agresiones “graves”, sin considerar puñetazos, empujones o patadas. Así en Aragón hubo cinco graves, en Cataluña tres, en León, una: el padre de un pre-benjamín mandó al hospital de una paliza a un árbitro de 16 años.
“El problema es que la agresividad se ve como algo normal, cosas del fútbol, pero es una aberración y se puede acabar con ella, igual que era normal fumar en los bares hasta que se prohibió”, dice el árbitro Ramón Mulet, fundador de Deportes sin Insultos. Su fórmula: campañas educativas, sanciones más duras (“también para los padres”), y acabar con “la espiral de silencio”: “Cuando los padres que rodean al que amenaza en vez de reírse o callarse le digan que deje de hacerlo”.
“El problema es que todos creen que sus hijos van a ser Messi o Ronaldo y se vuelven locos”, dice Pablo. Casi tan incomprensible como saber qué convierte a un padre en un energúmeno, resulta entender por qué alguien desea pasar su fin de semana siendo insultado.
Tras leer el acta a los delegados de campo, Pablo, que trabaja como transportista en la empresa de su tío, cobra unos 25 euros en mano, hasta 50 en algunos partidos. “Es una ayudita”, dice. ¿Compensa? “Yo me metí en esto porque me gustaba el fútbol pero era muy malo”, admite. “Es una forma de seguir en el deporte, y es bonito porque no buscas ganar, sino hacerlo bien, que te respeten”. “Nosotros también somos deportistas y hay mucho compañerismo”, dice tomando algo en el bar en el que se suelen reunir. “Los árbitros somos un equipo, aunque uno sin afición”.
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