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NBA | HISTORIAS DE UN TÍO ALTO
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El malo de la película

La llegada de Josh Smith a los Rockets convierte a la franquicia de Houston en el equipo de los siete pecados capitales

Josh Smith conduce la pelota ante la defensa de James Ennis en el partido contra Miami Heats.
Josh Smith conduce la pelota ante la defensa de James Ennis en el partido contra Miami Heats.SCOTT HALLERAN (AFP)

Casi han pasado dos semanas desde que los Pistons largaron a Josh Smith, famoso por su gatillo fácil, tras un acuerdo extraño (extraño porque le pagaban 27 millones de dólares a cambio de que jamás volviese a jugar con su camiseta).

No es tan raro si tenemos en cuenta que Smith lleva bastante tiempo siendo una rémora en todas las plantillas en las que ha estado. Para Atlanta Hawks, su primer equipo profesional, era un enigma: tan pronto era un jugador All-Star como mutaba en una amalgama de extremidades y ligamentos gobernados por un cerebro aburrido de jugar al baloncesto. Este año, en Detroit, Smith estaba en un 39% de acierto en tiros de campo mientras discutía abiertamente a su entrenador, Stan Van Gundy.

Así las cosas, la decisión de los Pistons parecía plenamente sensata en el, en muchos casos, incomprensible mundo de los contratos garantizados: te libras de un jugador que la lía en tu equipo y la vida sigue. Su destierro era bueno para los Pistons, para la NBA y para cualquiera que piense que la gente debe esforzarse en su trabajo. Pero la contribución de Smith a la historia de esta temporada no podía quedar así.

La liga vivía un momento plácido hasta ese mismo momento. Podías divertirte viendo a los Warriors, los Grizzlies iban alcanzando su nivel, Pau Gasol parecía rejuvenecer, Derrick Rose estaba de vuelta, y los Spurs… Los Spurs seguían ahí. Pero faltaba algo, ese plus que sólo puede aportar un villano.

Sin Josh Smith en los Pistons, teníamos una buena historia en la liga, pero faltaba algo

Y dos eran los contendientes que aspiraban al trono. Por un lado un Kobe Bryant que mira a sus compañeros como cuando Frodo se pone el anillo. Y por otro los Cavaliers de LeBron James, tan artificialmente preparados para la victoria que desesperan a cualquier aficionado al baloncesto. En contra de sus anhelos juega que los Lakers atraviesan horas bajas y que los de Cleveland se debaten entre la confusión. En fin, que teníamos una buena historia pero faltaba algo.

Y en esas los Rockets ficharon a Josh Smith. Su llegada convierte a la franquicia de Houston en el equipo de los siete pecados capitales. Dwight Howard, el hombre del que dicen ha tenido ocho hijos con seis mujeres diferentes y que se peleó a principios de la liga con Bryant, aporta la lujuria y la ira. James Harden es la envidia (recuerden cómo se llevaba con sus compañeros en Oklahoma) y la avaricia (el baloncesto es, para él, lo que el anillo único para Gollum). La gula es propiedad de Smith: la última temporada lanzó 3,4 triples por partido pese a convertir un mísero 26% de ellos. Harden (defendiendo) y Smith (atacando) son la personificación de la pereza, y es fácil imaginarnos a este trío en un póster con la leyenda ORGULLO sobreimpresionada.

La combinación es casi demasiado buena para ser verdad (deberíamos enviar una tarjeta de agradecimiento a los Rockets). Y lo es porque, como cualquier aficionado al deporte sabe, animar a tu equipo está bien pero detestar a otro es absolutamente genial.

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