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Elogio del chocolate amargo

El segoviano Javi Guerra termina cuarto en una maratón ganada por el favorito, el italiano Meucci

Carlos Arribas
Guerra tras su llegada a la meta.
Guerra tras su llegada a la meta.ENNIO LEANZA (EFE)

En Suiza, las maratones se ven sentados junto al lago ante una pantalla gigante, como en los cines de verano las películas del Oeste, y con los mismos altibajos emocionales y siempre esperando que la corneta del séptimo de caballería anuncie el triunfo de los buenos, que se han quedado sin balas. En la mañana primaveral que pasa por verano en Zúrich, la película la cantan en alto, como los niños, los sabios y los felices al ritmo de la orquesta de la compañía aérea de bandera versionando suave clásicos del pop. “¡Guerrita, medalla! ¡Guerrita, medalla!”, grita Antonio Prieto, el legendario Taca de los 10.000 de los tiempos casi heroicos, en un momento de emoción, y está tan contento que no le importa que su paisano así le quite el título de mejor atleta segoviano de la historia, y hasta, generoso, le regalaría el nombre del polideportivo que se llama Antonio Prieto en su honor.

El campeón europeo Daniele Meucci durante la carrera.
El campeón europeo Daniele Meucci durante la carrera.JEAN-CHRISTOPHE BOTT (EFE)

Parece, en efecto, el momento decisivo y todos clavan la vista en la pantalla. El polaco Chabowski, que se había fugado, ha perecido en el intento, el italiano Daniele Meucci, burlándose del diablo y del dorsal 666 que le tocó llevar ya en la prueba de 10.000m, se ha ido en el momento justo, haciendo bueno su papel de favorito y la sabiduría táctica innata, la frialdad de sentimientos, que para el maratón tienen los italianos en los genes, desde el padre fundador Dorando Pietri, agraciado en los primeros Juegos de Londres, pasando por sus últimos campeones, Gelindo Bordin y Stefano Baldini, olímpicos y europeos de los que Meucci, casi un niño debutante (28 añitos), quiere ser el heredero. Y mientras Meucci adelanta al hundido Chabowski justo ante la puerta de la iglesia de Chagall resplandeciente al sol, Javi Guerra, al que Prieto llama Guerrita e Higuero bautizó como Leño, acelera en su grupo para soltar a los que le pueden disputar las medalla, el polaco Shegumo, el francés Meftah y el suizo Röthlin. Queda la última subida, el último Everest, y nadie quiere dudar de la capacidad para subir cuestas del segoviano, al que le baila en el pecho una medalla, que no es la de la Fuencisla, como tocaría, sino la murciana de la Cruz de Caravaca, que se la regaló su madre porque también la llaman la cruz de la victoria.

Guerra ha pasado semanas subiendo y bajando el puerto de Navacerrada y el cerro de Garabitas en la Casa de Campo madrileña para prepararse para las cuestas y corre y sube como Perico Delgado casi, el rey de las leyendas deportivas segovianas. Y Guerra ha corrido muy inteligentemente, con la sangre fría de los asesinos que esperan su momento. “He corrido bien, en el grupo bueno, resguardado, atento a los cortes”, dijo luego Guerra, de 30 años. “Pero el circuito era bestial, con esas rampas y sobre todo con los descensos, que obligan a los músculos a hacer el trabajo contrario que en la subida”.

El circuito era bestial, con esas rampas y sobre todo con los descensos, que obligan a los músculos a hacer el trabajo contrario que en la subida

Y, aunque el polaco Shegumo también ha sido capaz de largarse de Guerra, aún está el bronce bailando en su pecho virtualmente. Hay quien piensa, entre los espectadores entendidos, que el polaco, nacido etíope, pagará cara su osadía, pues le ven sufrir en la subida. No conocen, seguramente, su historial, pues las pelis de vaqueros apenas tiran de flashbacks, pero Shegumo, de 30 años, es un tipo tan duro como su vida: llegó de emigrante a Polonia a los 16 años, y allí era bueno en carreras de velocidad (47,54s en los 400m) y medio fondo (1m 47s en 800m), pero unos años después emigró a Inglaterra a trabajar de guardia de seguridad y mozo de almacén. Cuando regresó de nuevo a su Polonia, su nueva patria, empezó a correr maratones. Y, entonces, de repente, por detrás se oye la voz de quien llega en el momento justo para amargar la película, ominoso y certero. “Quedan aún siete kilómetros y el maratón es una película muy larga, al final puede pasar de todo”, advierte Miguel Mostaza, mánager de corredores. “Y el peligro para Javi Guerra está detrás, mira ese ruso que se acerca por detrás. Ese le caza a Guerra, ya veréis”. Y como obedeciéndole, un armario rubio ruso llamado Aleksey Rebunkov, se aproxima a grandes zancadas al segoviano en la subida, y sin piedad le clava el cuchillo por la espalda en el descenso, haciendo buenos los presagios. Como en los western modernos, el indio fue más rápido y mortífero esta vez que el cowboy.

“Iba muy bien hasta el kilómetro 38, y hasta me veía ya con la medalla de bronce, porque Meucci y Shegumo eran inalcanzables, pero, no sé, debí de coger frío en la tripa y empecé con retortijones, una sensación horrorosa”, dijo Guerra. “Me pasó el ruso y no le pude seguir, y a partir del kilómetro 40, ya más mejorado, me dediqué a conservar el cuarto puesto. Me llevo la medalla de chocolate, pero estoy contento”. Y, a su lado, el dirigente federativo José Luis de Carlos, está más contento. Pasados los años de esplendor de Martín Fiz, Abel Antón, Diego García, Alberto Juzdado, Julio Rey o Chema Martínez, medallistas mundiales y europeos, un cuarto puesto inesperado le sabía a gloria. “Si antes de la carrera me lo dicen, firmaría ese cuarto”, dice.

Suiza es la tierra del chocolate, y el mejor, dicen, es el chocolate amargo, como el sabor de todos los cuartos puestos. Cuando se han ido casi todos los periodistas, con el aire triste y remolón de todos los atardeceres los domingos, Javi Guerra se sincera un poco finalmente. “¡Qué pena!”, exclama.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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