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Razones para una fuga

En Londres, despedida de la isla y nueva victoria al sprint del imbatible Kittel

Carlos Arribas
Kittel se lanza a por la victoria.
Kittel se lanza a por la victoria. Peter Dejong (AP)

Cuando de pequeño se viaja a Londres, una de las historias que más llama la atención es ese cuento que cuenta el guía turístico que explica que la estatua de Churchill ante el Parlamento está electrificada y protegida para evitar que se posen las palomas y llenen de palominos su sagrada y enorme figura achaparrada. Puede ser verdad, y también que más que la suciedad aviar al hombre de la sangre, el sudor y las lágrimas le molestara que en su jardín, a pocos metros de su lugar histórico, se desarrollara bajo la lluvia tan londinense como el té una batalla germano-alemana entre los ciclistas más rápidos y potentes del momento, gentes como Tony Martin, André Greipel, John Degenkolb y, por supuesto, Marcel Kittel, sin que ningún inglés, y menos que ninguno el pobre Cavendish, ya manco y retirado (se operará el miércoles de rotura de ligamentos en el hombro derecho: seis semanas de baja), pudiera darles la réplica que merecían. Como en Harrogate el primer día ganó el invencible, Kittel, que después se fue a toda velocidad a coger junto a todo el pelotón un avión para saltar el canal y llegar de una vez el continente, donde les espera, dicen, más lluvia el miércoles, y el pavés de Roubaix con el tiburón Nibali de amarillo y ánimo atacante.

Dicen los freudianos que para ser algo hay que matar al padre. Kittel, que es de Turingia, de la dura y gris Alemania del este y es hijo de saltadora de altura y ciclista, mató al suyo, Mathias, un buen sprinter de los tiempos de Olaf Ludwig y Uwe Raab, a los 20 años, cuando el progenitor comprobó que ya no tenía nada más que enseñarle. Como el padre de Nibali no tiene nada que ver con el ciclismo, el escualo del Estrecho buscó un sustituto, y lo encontró en la figura de su entrenador, Paolo Slongo, quien se disfraza de Froome (el patrón), se sube en una Vespa, acelera subiendo el San Pellegrino como solo sobre la bici es capaz de hacerlo Froome y le desafía: venga, Vincenzo, ven a por mí, cázame, destrúyeme. Así se ha entrenado el italiano para un Tour que quiere ganar, para una victoria en la que cree. Como también quiere Contador, que hizo en Londres, bordeando el Támesis, una entrada espectacular y tan llamativa como el amarillo fosforito de su uniforme Tinkov (así se ahorran, parece, el chaleco reflectante para salir seguros los días oscuros y las noches), con dos equipiers a toda máquina y él tercero, mostrando su rueda al pelotón en flecha. Después, a tres kilómetros de la meta, cuando un corte provocado por una caída ya no penaliza, dejó el terreno a los pánzer alemanes. Es una forma de evitar el peligro, pero hay otras.

Para una fuga condenada antes de partir de estas de etapa llana y sprint cantado hay muchas razones. Unos lo hacen, como a veces los escaladores colombianos en las etapas llanas, forzados por algún dirigente de su equipo que se lleva un plus del fabricante de las bicicletas que usan por cada minuto que salga su aparato en la transmisión televisiva. Aunque a estos les podría aconsejar Purito, con una sonrisa, que a veces es más rentable transitar como él, a cola de pelotón permanentemente y convertir su trasero, coronado con el número 21, en el más conocido del Tour. Lo dice riendo porque su verdadera estrategia es, al parecer, perder el máximo tiempo posible antes de llegar a la montaña, y cada pierde un poco, en Londres dos minutos, para tener la libertad de fugarse para poder ganar una gran etapa alpina o pirenaica.

Los dos que llegaron a Londres por delante, Barta, un checo del NetApp, y Bideau, un bretón del Bretagne, dos equipos pequeños, seguramente lo hicieron obligados por sus dirigentes, que deben mostrar al Tour con estas muestras de combatividad sin recompensa su agradecimiento por haber sido invitados a la gran misa del ciclismo. O quizás lo hicieron para eludir el peligro que las multitudes en las cunetas, millones de fans con gorras y paraguas, provocan. Si en la etapa de Sheffield a Contador le espantaba la visión de perros sueltos, y niños y hasta ancianos en silla de ruedas abandonados en la carretera por sus próximos que huían de las sirenas de los coches que abren carrera, camino de Londres el peligro llegó de los selfies, de aficionados que se ponen de espaldas al sentido de la carrera y esperan al pelotón armados con su móvil para hacerse la foto que acabará con todas las fotos y con algunos ciclistas, como Van Garderen, en el suelo. A uno de esos aficionados, que adelantó su barriga al paso de David López, el vizcaíno del Sky le rozó, pero no salió perdiendo el corredor, sino el fans, cuyo teléfono salió disparado dando tumbos. Los dos que abrían carrera, aunque sudaran más, al menos gozaron de la tranquilidad de no ser estrangulados por la masa mitómana y fetichista. Y además, su familia les vio por la tele y disfrutó.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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