Algo se ha roto
Tal vez México se curó del hechizo que Brasil ha ejercido en nuestro imaginario futbolero
Brasil ha representado siempre para México un ideal país hermano, al que por otro lado conoce muy superficialmente. Si el conocimiento mutuo fuera más profundo del que es, las diferencias terminarían por rebasar con creces las similitudes y ambos países se mirarían como dos gigantes extraños. La impresionante mezcla racial de Brasil, sin comparación con la más bien cauta de México, así como su extroversión innata, su música, su negritud, su carnaval, no tienen correspondencias con el país introvertido, ceremonioso, profundamente indígena, desconfiado y carente de frenesís colectivos que es México. Pero sobre todo en el fútbol las diferencias son lampantes. La inventiva brasileña, que provoca el efecto óptico de un ensanchamiento de la cancha, donde cada jugador posee un nicho ecológico propio, no tiene paralelo en nuestro balompié, que es arduo, terroso, grupal, opaco. El apodo de “ratones” que le hemos asignado a nuestro equipo es significativo. Pocos países aceptarían ese sobrenombre para su selección. México lo encuentra natural y hermoso. Los ratones trabajan sin lucirse, en lo oscuro, con sacrificio, con fealdad incluso.
El partido acaba de terminar con un empate a cero. No sirvo para reportero de fútbol, porque en los últimos cinco minutos dejé de mirar el partido, seguro de que Brasil iba a anotar, no porque lo mereciera, sino por esa desventura permanente que acompaña a México y le ha impedido hasta ahora (hablamos de un país de más de cien millones de habitantes) arribar a los cuartos de final de una copa del mundo. Habría sido a todas luces una victoria injusta. México no permitió que Brasil despegara con su juego, ejerció una presión en todos los sectores de la cancha y dio una lección a sus rivales de cómo mantener sus líneas unidas. Sólo le faltó fantasía en el ataque. Puso en peligro la valla contraria, pero sólo con tiros de media distancia y nunca se atrevió a penetrar en las líneas enemigas, algo que todo jugador brasileño tiene grabado en su ADN.
Más allá de haber conquistado en la sede del país anfitrión un punto que lo pone en el umbral de la calificación a la siguiente fase, por primera vez México ha jugado sin complejos con su eterno hermano mayor. Porque eso ha sido Brasil para México: un hermano mayor incómodo, adorado por momentos hasta la locura, como en aquel mundial del 70, jugado en México, donde la afición de Guadalajara se entregó al equipo brasileño en su juego contra Inglaterra como nunca se había visto que lo hiciera una afición con un equipo extranjero. Esa tarde los ingleses pagaron un enorme pecado de soberbia: haber traído su propia agua desde Inglaterra, como si la de México estuviera envenenada. Los mexicanos no se lo perdonaron. Si no pruebas mi comida, puedo entenderlo, sobre todo si mi comida es muy picante; pero si te niegas a tomar de mi agua, de mi simple agua, no puede haber ningún vínculo real entre nosotros.
Tal vez en el partido de ayer México se curó del hechizo que Brasil ha ejercido en nuestro imaginario futbolero desde aquella inolvidable tarde tapatía. Tal vez por primera vez el equipo mexicano tiene un estilo de juego propio, ya vislumbrado en el partido contra Camerún y que contra Brasil se ha hecho más patente. No me pidan que lo describa. Soy un pésimo analista de tácticas y me aburren infinitamente las flechas en los pizarrones de nuestro actuales comentaristas de futbol, que pretenden revelarnos con ellas la oculta relojería de cualquier partido. Un estilo de juego, además, va más allá de tácticas y módulos. Tanto en el fútbol como en la literatura es una especie de aliento, de sutil seña de identidad, tan difícil de describir como rápido de identificar. Tiene, además, su vigencia, prueba de que siempre está cambiando aunque sea reconocible. Ayer, incluso las tres paradas milagrosas de Guillermo Ochoa, que salvaron el resultado, formaron parte de un estilo de juego, que consistió antes que nada en la férrea negativa a dejarse intimidar por una camiseta mitológica. La hermandad ideal, por fin, se ha roto.
Fabio Morábito, nacido en Alejandría (Egipto), es un escritor mexicano de origen italiano.
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