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MUNDIAL 2014
Columna
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El espejismo de la guerra justa

Campbell recibe una entrada de Pereira en el Uruguay-Costa Rica.
Campbell recibe una entrada de Pereira en el Uruguay-Costa Rica.AFP

Que me perdone fray Luis de León, pero tengo previsto, mientras dure la Copa Mundial de Brasil, renunciar a la descansada vida del que huye del mundanal ruido. Ya en tiempos pasados atravesé un periodo en que intenté sin éxito ser uno de los pocos sabios que en el mundo han sido. Me impuse entre otros fines el aborrecimiento del fútbol, del que, como a toda actividad colectiva humana, no me costó encontrarle sus facetas reprobables.

La práctica del fútbol presupone la existencia de una compleja estructura organizativa que dice no poco del grado de desarrollo de los países y, por supuesto, de su particular idiosincrasia. De forma que la referida estructura, que empieza en el fútbol infantil y culmina en la división superior de una liga, alberga similares virtudes y defectos que la sociedad en que está insertada. En unos sitios las corruptelas, el tráfico de influencias o los usos mafiosos salpican el mundo del deporte, no sólo el del fútbol, como en otros la eficacia en la gestión pública o el aceptable nivel educativo de los ciudadanos.

Me entero de los gastos exorbitantes que le ha supuesto a Brasil, donde no escasea la penuria, organizar la Copa Mundial y me tiro de los pocos pelos que me van quedando. Pero luego pienso más y, sin caer en el cinismo de quienes, beneficiados por el acontecimiento, alegan que con él se han creado puestos de trabajo, veo que el fútbol supone para el país organizador un estímulo en otras direcciones que no son las meramente económicas. Lejos de ocasionar o agravar los problemas sociales que algunos le achacan, los alumbra, llevándolos a las planas de los periódicos del mundo entero.

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Otra opción consistiría en reservar la organización de estos costosos campeonatos a un grupito de países ricos, como Qatar, cuyas arcas se lo pueden permitir, aún más si los trabajadores que edifican los estadios a 40º grados en la sombra vienen del extranjero y se desloman en un régimen laboral cercano a la esclavitud.

El fútbol, que es muchas cosas a la vez, incluso cosas opuestas según quién las observa y juzga, procura en un formato como el de la Copa Mundial la ocasión de que unas naciones hagan algo entre ellas dirigido a conseguir victorias y endosar derrotas, pero sin causar devastación. Pone a rivalizar en guerra pacífica a las naciones de acuerdo con unas normas iguales para todas, ni decididas ni aplicadas por ninguna de ellas, que para eso está el árbitro presuntamente imparcial. Aquí no lucha la ametralladora contra la lanza ni se enfrentan 800 contra 20.000. 90 minutos, 11 contra 11 y rápido a la ducha, que hay que arreglar el césped para la batalla siguiente.

¿Qué guerra es esta que prohíbe la violencia? Alguien debió explicárselo a tiempo al uruguayo Pereira. Tal vez lo habría apartado de dar la imagen apenas edificante de un deportista que desconoce el noble arte de saber perder; de un hombre, además, escasamente juicioso que, ante numerosas cámaras de televisión y a falta de un puñado de segundos para que acabara el partido, le arreó un patadón de caballo cabreado al costarricense Campbell. Tarjeta roja.

Nadal cuando pierde lo hace él, pero la selección tiene rango de ejército

Más allá de sus componentes estéticos y festivos, y de su indudable valor cultural, el fútbol se deja fácilmente concebir en términos bélicos. De ahí que el espectador patriota tenga mucha tarea en la grada o delante del televisor. Esta característica afecta a todos los deportes colectivos; pero uno entre todos ellos tenía que descollar y ese papel le ha tocado, en gran parte del planeta, al fútbol. Si Rafael Nadal pierde un partido de tenis, lo pierde él, y eso que también le tocan el himno cuando gana. En cambio, una selección de fútbol posee rango de ejército, con sus defensores y atacantes, con su estrategia y su capitán. Acude al choque en nombre de la nación.

Esta faceta patriótica del fútbol hiere algunas sensibilidades, exalta a otras y consuela a no pocas. Me impresionaron días atrás las declaraciones del delantero hondureño Jerry Bengtson. Hablaba, en el curso de una entrevista, con cejas tristes, de la pobreza de su país, del horrendo índice de homicidios que hay en Honduras, y asumía en nombre de su equipo la responsabilidad de aportar algún motivo de alegría a una población maltratada y deprimida.

De júbilo, por el contrario, puede conceptuarse lo que pasó el otro día en los Países Bajos tras el triunfo por la máxima, como decía uno, contra España. Países desde entonces más bajos (no me extrañaría que les volviera a entrar el agua) por los saltos que pegaba la población anaranjada con cada gol de su equipo. Y es que los holandeses conforman, según se dice, un pueblo alegre, bien avenido con su corona, sus molinos de viento, sus tulipanes y consigo mismos, a diferencia de la enfurruñada España, que es, al menos en el momento actual, uno de los países menos holandeses de Europa. Que nos perdone también por esto fray Luis de León.

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