Nadal, mito en la tierra
Pese a sus problemas físicos, el español remonta 3-6, 7-5, 6-2 y 6-4 ante Djokovic
De este material están hechas las leyendas. Cuando Rafael Nadal celebra 3-6, 7-5, 6-2 y 6-4 su noveno Roland Garros, ha superado al temible Novak Djokovic y a una y mil barreras hechas de dolor, penalidades y sufrimiento: dolido en la espalda y con una rodilla dándole sustos en la manga decisiva, el español es capaz de igualar con Pete Sampras como segundo tenista con más títulos de la máxima categoría (14, por los 17 de Roger Federer) remontando por primera vez desde 2009 al mismísimo Nole. El título permite al mallorquín continuar como número uno. El trofeo, además, le corona como el epítome de los mejores valores del deporte. Su reino de tierra, finalmente, le catapulta a los 28 años como el único tenista que ha sido capaz de ganar trofeos del Grand Slam 10 años seguidos. Todo, apretando los dientes y dejándose el alma sobre la pista: Djokovic llegó a remontar un break de desventaja en el parcial decisivo.
“Lo siento mucho Novak, eres el mayor reto de mi carrera”, acertó a decir el ganador aún sobre la pista. “Esto es muy importante para mí, muchas gracias a todos”, cerró. “Felicidades Rafa. Es increíble que hayas ganado este torneo por novena vez”, le continuó el derrotado, que no pudo completar el Grand Slam. “Usé toda mi fuerza, mi capacidad, pero Rafa fue mejor”.
De arranque, no es un encuentro a la altura de los dos mejores jugadores del mundo. La tensión ahoga a los dos rivales. Nadal se desangra por el revés. Djokovic tira corto. Hay tanto en juego como para que los dos contrarios compitan encadenados con grilletes. El español y el serbio hacen todo lo que pueden para sacudirse el manto del estrés competitivo. Nadal se atreve a visitar la red al principio para sorprender al serbio. Nole le dedica algunas dejadas antológicas para romperle el ritmo y probarle las piernas. Se compite con el cuchillo agarrado por dientes temblorosos, la cabeza llena de fantasmas y las manos agarrotadas. Es un día para fuertes. El título espera a quien tenga una convicción de granito. En París, el trofeo no se gana con el talento, se vence desde las tripas.
El título le permite mantener el número uno mundial, y es el único tenista con 10 años seguidos ganando al menos un grande
Nadal intenta construir una fortaleza sobre un malecón que le permita resistir las acometidas del océano de Djokovic, una ola tras otra de ataques contra su muro. Ocurre que cuando al español le toca dar un paso adelante, en el 3-4 de la primera manga, se le moja la pólvora, acumula un error tras otro queriendo ir demasiado rápido, y se queda patidifuso: el set se esfuma pese a que goza de dos bolas de break para recuperar la rotura. Si hay una fotografía de la presión en una cancha, es la de esos tiros del mallorquín buscando la línea sin encontrarla. Si hay una imagen que refleja que los gigantes también pueden tener pies de barro, esa es la de Djokovic sin poder esprintar como acostumbra una vez ha logrado ventaja: en lugar de devorar el duelo cuando recupera un break de desventaja en el segundo parcial (de 2-4 a 4-4), el número dos mundial comete el mismo error que su rival antes y de querer ir tan rápido acaba entregando la manga.
La final está empatada. Es la hora de los corazones. El momento de las agallas. Terreno Nadal. Con la cabeza de Djokovic llena de demonios, el español le propina un 5-0 (de 3-6 y 5-5 a 3-6, 7-5 y 3-0) en el que el campeón de seis grandes no dice ni mú, noqueado todavía por la forma horripilante en la que pierde el segundo set. Es este un Djokovic desconocido. Juega corto. No encuentra nunca el primer servicio. Apenas tiene filo para atacar el segundo de Nadal. Solo le mantienen sus chispazos de genio y los errores del contrario, que también sufre, que también pena, que también es humano y siente sobre los hombros el peso de todo lo que se juega.
Y así casi vuelve el serbio a la final, espoleado por los miedos del español. Como es tradicional en su carrera, el campeón de 13 grandes sufre cuando sirve en el lado de la tribuna presidencial, donde el viento en contra le quita un poco de velocidad a un saque que de por sí ya es justito. Como en la semifinal de 2013, los dos tenistas se buscan las cosquillas en ese lado de la pista. Con 3-6, 7-5 y 3-1, Djokovic se abre la puerta para volver al partido. Es bola de break para Nole. Es Nadal dudando. Dos manotazos del español cierran la opción de un portazo. El número dos grita entonces de todo menos “guapo”. Pronto llegan los abucheos de la grada, que castiga al aspirante por tirar la raqueta contra el suelo. Ocurre en el que luego se demuestra como punto de inflexión del duelo: de ninguna parte (4-2 y 40-15), Djokovic se procura una bola de break y se lanza al abordaje redivivo. Cuando Nadal se apunta el juego, el serbio se queda mirando a su banquillo, con los ojos perdidos y la mandíbula desencajada. Meditabundo. Lleno de preguntas, y sin respuestas. De duda en duda, hasta tal punto de que cede inmediatamente su saque y con él la tercera manga y su fe en la victoria.
Son los primeros síntomas de cuánto pesa el ansia de gloria, de cómo duelen las garras de la victoria prometida que no llega. El sol castiga a los tenistas, que se rodean los cuellos con toallas repletas de hielo. “¡Rafa! ¡Rafa!”, brama la grada, que acuna como nunca al campeón, que a su vez enseña los colmillos. Los termómetros superan los 25 grados. Nadal recibe al calor como al mejor amigo: ven, seas bienvenido, que tu agrandas la goma de la pelota, haces más rápida la pista y ayudas a que boten más altos mis tiros. Djokovic otea el panorama y maldice, porque la bola pica muy alta.
Las circunstancias agigantan la leyenda del español, el hombre que solo se ha inclinado una vez en esa pista. El paso de los minutos empequeñece a Nole, que ve que el triunfo exige un maratón contra el mejor maratoniano del mundo y que de nuevo, como en la final de 2012, cede con una doble falta. Nadal corona su peor gira de arcilla con el título más importante. A los 28 años, y tras disputar la final en los dos primeros grandes del curso, demuestra que su raqueta es pasado, presente y sobre todo futuro: su destino es la leyenda.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.