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Los sonidos de la noche

Vientos de hasta 150 km/h y temperaturas de 40º bajo cero frenan a Moro y Goettler, que esperan en una tienda a 6.700 metros para ser los primeros en escalar el Nanga Parbat en invierno

Simone Moro progresa sobre el hielo negro del Nanga Parbat.
Simone Moro progresa sobre el hielo negro del Nanga Parbat.

Vivir al pie de una montaña de 8.000 metros en invierno es vivir fuera del tiempo común. No solo es la soledad, ni siquiera el frío enloquecedor, ni la paciencia exigida para pasar horas eternas esperando un cambio en el parte meteorológico para poder enfrentarse a la montaña: lo peor es saberse aislado. Gracias al teléfono vía satélite y a su conexión de internet, Simone Moro y su equipo juegan a engañarse. Juegan a creer que están en contacto con el mundo. Que están en el mundo. Que una ciudad les aguarda a la vuelta del glaciar. Pero saben que es mentira. Y para recordar su aislamiento, su condición de extraños en una naturaleza extrema, están los sonidos de la noche. Mientras Moro, italiano, y su compañero de cuerda, el alemán David Goettler, tratan de ser los primeros en hollar en invierno la cima del Nanga Parbat (8.125m, Pakistán; el único pico que resta junto al K 2), en el campo base, Emilio Previtali trata de contar la experiencia y vive conectado a los partes meteorológicos que envía con puntualidad y mágica precisión el especialista Karl Gabl desde Europa.

Un error sería fatal. Vamos por un terreno pronunciado, nos estamos helando”

Será este meteorólogo quien decida, sentado en su oficina de Austria, cuándo podrán atacar la cima Moro y Goettler. Pero no será ahora mismo. A las 3.54 de la madrugada del pasado miércoles, un sonido aterrador despierta a los tres expedicionarios. No es el clásico rumor de un alud de roca, nieve o hielo. Se trata de una explosión de ruido tan inopinada que ni siquiera saben, recién despertados, a qué atribuirla. Parece el rumor de una turbina, o el de una tremenda cascada de agua. Es continuo, y, enseguida, enloquecedor. Cuando caen en la cuenta, tratan de esconder la cabeza en el interior de su saco de pluma: es el viento en altura, el viento que barre la cima del Nanga Parbat con rachas de hasta 150 kilómetros por hora. Es la fuerza de algo desconocido incluso para Simone Moro, un alpinista que ha pasado más de 10 meses en invierno tratando (a veces con éxito) de conquistar un ochomil. En estas latitudes, atacar la cima con un viento superior a los 20 kms por hora es un suicidio. Toca esperar. Tras un mes de trabajo, se han encontrado con una vía en la vertiente Rupal de la montaña mucho más técnica y descarnada de lo esperado. Orientada al sur, si no hay nubosidad se puede trabajar correctamente en sus laderas, donde han equipado los tramos más serios para poder huir de la montaña en caso de necesidad. “No queremos ser héroes, sino alpinistas, por eso tratamos de no exponernos más de la cuenta”, explican. Con todo, el hielo negro que cubre buena parte del trazado hasta los 7.000 metros, la altura máxima alcanzada hace cuatro días, les obliga a vigilar cada paso. “Un error aquí es definitivo”.

EL PAIS

Para poder aclimatarse, la pareja instaló una tienda diminuta en el hueco de una grieta, a 6.700 metros. Al día siguiente, se obligaron a reconocer el trazado hasta los 7.000 metros. Así lo vivió David Goettler: “Mis ojos absorben lo que ven, tratan de conservar cada detalle. Veo un océano, con olas, con zonas en calma, profundas, sin horizonte. No sé dónde empieza el cielo o dónde acaban las montañas”, describe. “Las olas son las montañas, algunas enormes como el Nanda Devi o los Gasherbrums. Los valles son el océano profundo. Nosotros estamos subidos a la ola más grande, en el Nanga Parbat en invierno. Estoy con Simone a 6.900 metros y no hay nadie más. El sol brilla; es un día claro y limpio. Quizá crean que hace calor… Pero hace viento y la temperatura es bajísima. Nos estamos helando”, advierte. “Tratamos de conservar el calor, mantener lo poco que conservamos. Tenemos que concentrarnos más que nunca en no perder calor. Nuestra diminuta tienda parece frágil, pero está a resguardo del viento y es un bastión. Nos protege. Pero para explorar la ruta debemos abandonarla, no sin antes vestirnos con todo. Calentar pies y botas. Calentar los guantes con la cantimplora llena de té hirviendo. Colocarnos el verdugo que protege nariz y cara”.

Y sigue su relato: “Los crampones producen un ruido extraño sobre el hielo. Caminamos sobre un terreno pronunciado y debemos extremar las precauciones. Un error sería fatal. Nos concentramos para ejecutar cada paso. Vemos por dónde discurre la ruta. La próxima vez que estemos aquí camino a la cima. Pero no sabemos si tendremos semejante oportunidad. El mal tiempo podría durar años aquí… es el juego de los ochomiles en invierno. Pero he visto este océano a mi alrededor y no tengo por qué quejarme”.

Somos alpinistas, no héroes; tratamos de no exponernos más de la cuenta”

La ruta es inhumanamente larga. El campo base queda a unos ridículos 3.600 metros de altura sobre el nivel del mar, a 4.525 metros de la cima… En la vertiente norte del Everest, el campo base se encuentra a 6.400 m, apenas a 2.448 de la cima. El trazado recorre la vertiente Rupal y enlaza con la arista Mazeno, desde donde se accede a la vertiente Diamir, que se remonta para efectuar una larga travesía a la izquierda hasta enlazar con la ruta Kinshofer (la clásica) y acceder a las rampas cimeras. La travesía preocupa mucho a Simone Moro. Se efectúa a mucha altura y es un terreno en el que no se puede correr, pero donde hay que correr, especialmente de bajada. Desconocen las condiciones de la nieve en ese punto, pero esperan no tener que abrir una huella profunda. “No descartamos tener que vivaquear a la vuelta”, explica Moro, posibilidad que se antoja terrorífica, con temperaturas de -40º.

De nuevo de noche, cada cual se refugia en su tienda, buscando desesperadamente reconciliarse con el calor. Repasan la ruta, memorizan lo conocido y especulan con la idea de salir hacia cima. No será pronto. En el campo base, las tiendas permanecen inmóviles, resguardadas de un viento que ruge en la vertical, a 4.000 metros. ¿Tiene sentido siquiera pensar en asomarse a esas alturas?

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