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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Las dos vidas de Pancho Puskas

Joaquín Estefanía
Ferenc Puskas, tras un Real Madrid-Mallorca en 1963.
Ferenc Puskas, tras un Real Madrid-Mallorca en 1963. cordon press

Algún vecino del número 13 de la madrileña plaza de los Reyes Magos recuerda aún el tiempo en que Pancho Puskas vivió allí, hace más de medio siglo. Al lado de la calle Samaria, donde tenía su domicilio de clase media (una placa lo testimonia) Santiago Bernabéu, la persona que dio su segunda oportunidad al futbolista húngaro, algo que desgraciadamente casi nunca se repite en otros órdenes de la vida. Todavía queda algún bar en la zona donde se dice que allí chateaba Puskas, de quien se sabe que era muy mal hablado —continuos tacos— en su castellano deficiente, que había aprendido leyendo novelas del Oeste de Marcial Lafuente Estefanía, y de Siver Kane (homenaje al maestro Francisco González Ledesma).

Desde Reyes Magos salía todos los días hacia el Estadio Bernabéu, los domingos a jugar y el resto de la semana a entrenarse. Un grupo de gente madura hoy, ya jubilados o a punto de jubilarse, acudía entonces de manera frecuente a ver los entrenamientos irrepetibles de Puskas, Di Stéfano, Gento o el estupendo defensa central uruguayo José Emilio Santamaría, mucho menos evocado que los primeros, pero también sensacional. Esos entrenamientos se celebraban en el campo de tierra situado al lado de la piscina del Bernabéu, en lo que hoy es el centro comercial que limita con las calles Concha Espina y Padre Damián. Con la complicidad de unos empleados que siempre habían trabajado en el club, aquellos chavales se jugaban el curso y hacían pellas para pasarse las mañanas en ese sitio mítico, en el que también coincidían los veteranos del Madrid. Así se dieron cuenta de que el pie izquierdo de Puskas parecía la mano de Picasso.

El homenaje de esta semana hace justicia a un mito madridista que dijo: “El fútbol me gusta, quizá, más que la vida”

Puskas fue feliz en el Madrid de los años sesenta y en el Real Madrid, donde desarrolló su segunda vida. El presidente del mejor equipo del mundo lo fichó a finales de los años cincuenta, con 31 años y una tripa monumental, en contra del parecer silente (nadie se atrevía a contradecir a Bernabéu) de parte de su junta directiva. Pocas decisiones tan acertadas. No sólo ganó tres Copas de Europa, cinco Ligas, una Copa (del Generalísimo) y la primera Intercontinental, sino que fue pichichi cuatro años y devino en uno de los mitos más fuertes del madridismo, por sí mismo y como componente de la mejor delantera de todos los tiempos (Kopa, Rial, Di Stéfano, Puskas y Gento). Todavía ayer, con Roberto Carlos, u hoy, con Cristiano, cuando se dispara un obús y marcan de falta, los más veteranos se acuerdan de Puskas.

La primera vida del húngaro, sus primeros 30 años, sucedió en Budapest. Tras pasar su niñez en la calle, de la mañana a la noche, jugando al fútbol (sus compañeros le llamaban “el hermano pequeño”), lideró los momentos más gloriosos del equipo del ejército, el Honved (donde Puskas adquirió el rango de coronel), y de la selección magiar. En los años cincuenta, una selección húngara capitaneada por Puskas (y compuesta también por dos irrepetibles jugadores que acabarían en el Barça, Sandor Kocsis, uno de los mejores cabeceadores de la historia, y el extremo Zoltan Czibor), además de ser medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Helsinki, proporcionó a la selección inglesa el mayor ridículo de su historia (3-6 en Wembley y 7-1 en Budapest).

Pachín, el ministro de deportes húngaro, Gento, Elisabeth Puskas, Florentino Pérez, Amancio y Pirri, durante el acto de ayer
Pachín, el ministro de deportes húngaro, Gento, Elisabeth Puskas, Florentino Pérez, Amancio y Pirri, durante el acto de ayerKote Rodrigo (EFE)

Esta primera vida de Puskas en un Budapest gobernado por un estalinismo que hizo del fútbol uno de sus instrumentos preferidos de propaganda, es estupendamente descrita en el documental referido al coronel galopante (así lo denominaban en Hungría) de la serie El partido del siglo, elaborada por Santiago Segurola y producida por el inolvidable Elías Querejeta. Allí se ve cómo en 1956 los tanques soviéticos aplastan la revuelta contra el régimen estalinista y se inicia la diáspora de los mejores jugadores magiares de la historia, encabezados por Puskas, Kocsis o Czibor. Cuando el primero deambulaba sin saber qué hacer, Bernabéu lo repescó, Ferenc Puskas se convirtió en Pancho Puskas, el coronel galopante devino en cañoncito pum, y logró formar parte del mejor imaginario del madridismo. Cuando cayó el socialismo real, Puskas volvió a Budapest, donde vivió los últimos años de su vida. Murió en 2006 aquejado de la enfermedad del olvido. Uno de los hombres centrales en la historia del Real Madrid acabó sus días sin saber cuánto había contribuido él a la misma.

Hace unos días Florentino Pérez, el sucesor actual de Santiago Bernabéu, hizo justicia inaugurando en la ciudad deportiva de Valdebebas un busto en honor a Puskas. Está cerca del estadio Alfredo Di Stéfano, que lleva al nombre de su amigo y principal colaborador, al que ayudó a hacer el más grande. En el acto estaba presente un octogenario Gento, la galerna del Cantábrico, memoria viva de los mejores tiempos de quienes entonces éramos jóvenes. Honrados los mitos más queridos del madridismo, que nos hicieron tan felices.

En el documental citado, Segurola y Querejeta escuchan sentenciar a Puskas; “El fútbol me gusta, quizá, más que la vida”. Tiene toda la razón el culé Juan Cruz cuando escribe que el fútbol es melancolía.

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