Como quien cuenta ladrillos
Con gran facilidad y belleza, el británico Mo Farah consigue su primer oro mundial en los 10.000 metros
El tartán azul que la fábrica Mondo instaló en el Luzniki, las 90 toneladas de cauchos y gomas derretidos sobre el terreno, está hecho para que Bolt vuele durante 100 metros, dicen, para que sus pisadas reboten y cobren fuerza, más aún, y también para que Mo Farah se pasee 10 kilómetros a más de 20 por hora con su zancada ligera, aérea, y silbando, para que gane otro oro como quien cuenta ladrillos.
Otros lo llaman factor de intimidación, tan importante en el atletismo como el corazón, la cabeza, el músculo y los genes. A eso enseñan en Oregón, entre los pinos en invierno. Como el albañil que con la colilla en una mano mira escrutadoramente un espacio y calcula a ojo, y con movimientos árquicos de la mano humeante, el número de ladrillos necesarios para construir una tapia, así Farah, el británico de oro, a cola de la larga fila alargada en casi 50 metros de rivales, nada menos que 34 de colores brillantes, a juego con los asientos vacíos, tantos en el estadio antaño tan sobrio, sus cabezas y sus hombros bamboleantes: a todos estos los tendré que ganar. Así fueron sus primeros 1.000 metros, su mirada, su zancada libre, pues delante de él siempre deja Farah unos metros: pierde rebufo y gana limpieza, y pierde el miedo a los codazos y a los tropezones. Y lo puede hacer él solo porque tanto espacio le sobra.
La intimidación, el poder de asustar con un gesto, con un amago, no es un regalo sino un derecho que se obtiene, que Farah, el doble campeón olímpico de 5.000 y 10.000 m, el ya campeón mundial de 5.000 m en Daegu 2011, ha obtenido más que gracias a victorias, títulos y tiempo, gracias a su estilo, a la forma, y a algunos detalles tampoco muy desdeñables, como el de correr los 1.500 m en 3m 28s, una marca tan espléndida que le hace ser récordman europeo de la distancia reina del mediofondo, como también lo es de la que define el fondo, los 10.000 m (26m 46,57s). Esta versatilidad insólita, esta grandeza, impone, por supuesto, y hasta uno tan poco impresionable como el guerrero etíope Ibrahim Jeilan, aquel que le clavó el cuchillo por la espalda en Daegu, impidiendo su primer doblete fondístico, sucumbió al miedo. “Me ganó entonces porque no sabía quién era, no me sonaba de nada y solo pensaba en otro etíope”, dijo recientemente Farah. “Pero aprendí de ese error, me dije, ‘tonto, tienes que conocer bien contra quiénes corres’, y ya no fallo. Y esto es tan importante que si no hubiera perdido en Daegu quizás no hubiera ganado el oro olímpico en Londres”.
El británico ha logrado con su estilo el poder asustar con un amago, con un gesto
Y así, después de aprender, como el albañil que cuenta ladrillos, cómo, quién, cuánto, eran los treintaytantos contra los que corría, Farah se fue al centro del grupo, se puso a charlar con su amigo de entrenamientos Galen Rupp —un estadounidense rubio y largo con corte de pelo marine que correr como los blancos, con poca naturalidad, pero logra marcas de negro: los milagros del entrenador del grupo, el cubano Alberto Salazar— y dejó que le hicieran la carrera. Es otro de los privilegios conseguidos por la gran figura británica, el de conseguir que todos hagan su carrera pensando en él: en teoría en cómo batirlo, en la práctica en hacérsela cómoda.
La coalición del valle del Rift, kenianos y etíopes unidos en la tarea de demoler al niño de Somalia que aprendió a correr en Londres para recuperar el fuego sagrado del fondo perdido con el declive del ausente Kenenisa Bekele y la retirada de Gebrselassie, le hizo la carrera perfecta: un ritmo rápido y regular, de a 2.45m el kilómetro, sin tirones, que le habría permitido a Farah hasta contar chistes a los colegas si le hubiera apetecido. Jeilan, el único con un final capaz de rivalizar con el velocísimo Farah, buscaba repetir las condiciones de su final de Daegu. Entonces, en Corea, el ritmo fue ligeramente más rápido, la última vuelta frenética y espectacular (en 52s la cubrió el etíope), y perdió Farah. En el Moscú cálido y húmedo de agosto, Farah, después de viajar cómodo en un vagón, tomó el mando a 1.000 m del final, se convirtió en locomotora y en esos mil metros organizó una demostración de cómo aumentar progresivamente el ritmo sin perder ni la compostura ni el soplo, ni la elegancia de lo fácil, según fueran las oleadas que atacaban desde atrás. La última, la que más esperaba, la del Jeilan feroz, le llegó en los últimos 400 metros, y la manejó con idéntica elegancia y suficiencia, con aceleraciones casi imperceptibles y unos últimos 50 metros liberado para gozar. Corriendo más lento que los últimos 400 m de Daegu (esta vez los cerró en más de 54s), ganó con claridad.
Así, Farah, el londinense que conquistó Londres hace un año (y que no murió en el intento: su exilio en Estados Unidos le permite no agobiarse y morir sepultado por la fama), cumplió con la mitad de sus deberes en su camino de convertirse, como entonces, en el 50% del atletismo, o en el trocito que no es Bolt. La otra mitad la acabará el viernes 16 (semifinal el martes 13) con la prueba de los 5.000 m, donde le esperan nuevos rivales, nuevos ladrillos intimidados que contar y con los que seguir construyendo su personaje.
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