Fútbol es civilización
Si el fútbol no existiera habría, como Dios, que inventarlo. Solo que uno se pregunta a veces cuál de los dos es una fuerza más benigna para la humanidad. La rivalidad entre los dioses, o entre las diferentes nociones de cómo se debería alabarlos, ha generado bastante más odio y crueldad, por no hablar de masacres y guerras, que la del Madrid y el Barça, River y Boca, Galatasaray y Fenerbahçe. Incluso Celtic-Rangers.
“La vida es un cuento narrado por un idiota lleno de sonido y furia que no significa nada”.
—Macbeth, de Shakespeare
Todo el mundo siente en mayor o menor grado la necesidad de volcar sus pasiones en algo más amplio o grandioso que la reducida órbita de las necesidades cotidianas. La identidad de cada ser humano se ha definido a lo largo de los siglos a través de la familia pero también a través de la nación, o la ideología, o la religión. Un fenómeno mucho más reciente es el de satisfacer la necesidad de pertenencia colectiva a través de un equipo de fútbol. Todos conocemos y muchos hemos sentido la rabia que el fútbol genera pero pocas veces acaba en vidas perdidas y menos, con la posible y dudosa excepción del conflicto entre El Salvador y Honduras de 1969, en guerra.
Si Dzhokhar y Tamarlan Tsarnaev hubieran invertido sus energías o frustraciones o resentimientos juveniles en la banal afición futbolera, si su enemigo inmediato hubiera sido el Real Madrid o el Manchester United o —en caso de que hubiesen sido aficionados del béisbol— los New York Yankees, podemos suponer que el atentado de Boston no hubiese ocurrido, que un niño de ocho años y dos adultos no habrían muerto, que no habría 180 víctimas más (varios de ellos mutilados) y que los familiares de los dos terroristas de 19 y 26 años de origen checheno no estarían condenados a vivir presos de la culpa, la angustia y la incomprensión.
Gracias al balón el mundo es menos violento y cruel de lo que sería sin él
No es una exageración afirmar que gracias al fútbol el mundo es menos violento y cruel de lo que sería sin él. Millones y millones de personas (aunque más hombres que mujeres, eso sí) canalizan sus inevitables antagonismos tribales vía el fútbol. Hacen suyos los triunfos y las derrotas, las glorias y las humillaciones de sus equipos de un modo similar al que individuos como los hermanos Tsarnaev hacen suyos los triunfos y las derrotas, las glorias y las humillaciones (pero en este caso más las derrotas y humillaciones) de su religión y su tierra. Son casualidades del destino las que llevan a las personas por un camino u otro. La feliz diferencia es que los fanatismos en el fútbol se expresan en gritos o llantos fugaces, en euforia o dolor pasajero, y que los resentimientos, en vez de cocinarse a fuego lento durante años o siglos, se purgan con la esperanza de un resultado favorable la semana o curso siguiente.
Siempre existe la posibilidad de la redención en el fútbol y nunca se llega a ese extremo de cero empatía con el prójimo que desemboca en casos como el de Boston en el que uno coloca una par de artefactos explosivos entre una multitud consciente de que va a provocar un atroz sufrimiento ajeno por el que uno no siente absolutamente nada. Salvo quizá una grotesca sensación de reivindicación y triunfo. Es verdad que durante un partido entre el Madrid y el Barça el grado de empatía entre los aficionados rivales baja a niveles minúsculos, pero la deshumanización del rival nunca ha llegado a tal punto que uno haya sido capaz de planear deliberadamente la muerte del otro, y de sus familias. El fútbol es la guerra, incluso la masacre, pero por otros medios, más civilizados.
Muchas veces se ha comentado que el fútbol sirve como terapia para los pueblos. Acontecimientos espantosos como el de Boston nos recuerdan una vez más el valor que tiene el fenómeno de masas más grande del mundo, lo que contribuye, por más ruido y furia que genere, a la paz. Gracias, Dios (o a esos conspiradores reunidos en un pub londinense hace 150 años), por inventarlo.
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