Galápagos

Tras pedalear un rato debajo de la lluvia no había guías ni turistas cuando llegué a la Estación Científica Charles Darwin, en Santa Cruz. Apoyé la bici en la caseta de madera, que era una diminuta tienda de souvenirs, y caminé. Solo cactus y tortugas enormes de apariencia prehistórica flanqueaban la caminata hasta un espacio cuyo significado era inabarcable en su sencillez física: la casa vacía de Lonesome George, última tortuga conocida de su subespecie, extinta con su muerte el 24 de junio, poco más de dos meses atrás. Juzgué increíble como, durante más de 40 años, nos acostumbramos a la excepcionalidad de su presencia. Al regresar a la caseta, le pregunté a la dependienta por el origen de la palabra Galápagos, que da nombre a las islas y a las tortugas gigantes. Me dijo “... es que son dos especies diferentes”. A pesar de que la insólita contestación no trataba de ninguna clasificación darwiniana sino solo camuflar que desconocía la respuesta, esta no carecía de una pizca de sentido común.
Cada año el mundo del fútbol se reúne y vota por el mejor jugador. Un premio que, al no tomar en consideración una suma de elementos concretos, no deja de formar, independientemente del consenso que alcance, una apreciación subjetiva. Sometemos estas premiaciones a un ejercicio de voluntarismo al forzarnos a elegir entre jugadores con funciones tan distintas como porteros, defensas, volantes y delanteros. Este año, como mejor jugador de Europa fue elegido Andrés Iniesta. Mas allá de la imposibilidad de comparar los méritos de Iniesta con los de Casillas, algo igual de caprichoso que intentar elegir el mejor espécimen entre diferentes especies, el premio me parece totalmente merecido. De la misma forma que hubiera sido difícil estar en desacuerdo si lo ganaba el mismo Casillas o Cristiano Ronaldo, o Xavi. Todos magníficos futbolistas, cada cual en su sitio y con su especialidad.
Tres Balones de Oro después, nos hemos habituado a la singularidad de Messi, a su existencia
Messi, en cambio, genera otros dos problemas a la hora de votar. Uno es que ya hace varios años que Messi es Messi. Tres Balones de Oro después, nos hemos habituado a esa singularidad, a su existencia. Como, además, Messi casi siempre está a la altura de sí mismo, asistimos a esa excepción, que es su contemporaneidad, de manera natural. Surge, entonces, la necesidad de poner el foco en otras cosas. Necesitamos premiar también a los Iniesta, Cristiano, Xavi y Casillas de este mundo. Es normal, es humano, no importa cuan único y distinto sea Messi; no podemos vivir premiándole solo a él de la misma forma que no hemos vivido todo el tiempo pensando en Lonesome George.
El segundo problema que genera Leo Messi a la hora de elegir entre él y otros es más simple. Tiene que ver con la reflexión que, inconscientemente, esbozó la dependienta en la tienda de souvenirs de la estación Darwin: es imposible comparar islas con tortugas.
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