Instinto competitivo
Muy grande tiene que ser el problema para que España no encuentre la forma de superarlo


No es fácil definir lo que es el instinto competitivo, ese concepto mágico que define a los grandes deportistas, por lo que resulta más fácil echar mano de ejemplos que enredarse en conceptos teóricos. Pocos resultan más clarificadores que esta maravillosa selección de baloncesto, que desde hace más de una década no para de darnos alegrías. A lomos de un gran juego, como hizo en Japón, Polonia o Lituania o tirando de carácter y temple como en estos Juegos ante Francia y Rusia. Recibiendo infinitos halagos o sorprendidos por más críticas negativas de las que creen merecer. Al final siempre consiguen sus objetivos, aunque se enfrenten al más difícil todavía que obliga sus triunfos anteriores. Llegados al terreno donde otros se derriten, como los desesperados franceses o los impotentes rusos, España se agiganta. Y lo hace casi siempre de forma grupal, echando mano y corazón lo mismo de sus hombres más renombrados que de actores supuestamente secundarios como Felipe o San Emeterio, que ayer tuvieron importancia capital. Tanta que cuando España se lanzó a degüello sobre sus rivales, Pau Gasol y Navarro solo lo podían celebrar saltando en el banquillo.
No ha sido nada fácil la andadura de este grupo en este torneo. Al mal juego se sumó el llamémosle incidente del partido ante Brasil. Otros, con menos temple, habrían terminado centrados en lo accesorio y olvidando lo principal. No es el caso de España. Dicen que siempre hay que jugar o a favor o en contra de algo. Dolidos por las críticas, hartos de dar explicaciones a algo que se explicaba solo, en esta ocasión España ha combinado los dos elementos de motivación para superar de nuevo una situación de extrema complejidad.
Como ocurrió contra Francia, el equipo español pasó un calvario antes de alcanzar el éxtasis
Como ocurrió contra Francia, el equipo español pasó un calvario antes del éxtasis. Duró dos cuartos, impropios de un equipo de su categoría, atenazado hasta la desesperación e incapaz por segunda vez de encontrar el antídoto a la trabajada defensa rusa. Se botaba mucho y el balón corría poco, se tiraba entre mal y peor y el ritmo lo marcaba David Platt desde el banquillo. Pero Rusia cometió un error. No apuntillar. O puede que fuese también mérito de España, que supo sufrir y controlar la desesperación a la que puedes llegar metiendo sólo 20 puntos en 20 minutos, síntoma de cabezas bien amuebladas. El descanso aclaró las ideas y se notó desde el inicio del tercer cuarto, cuando los jugadores españoles entendieron que en una rápida circulación de balón y apoyándose en un Marc Gasol que estuvo imperial en todas las facetas, residía la clave para atacar bien la zona y que los espacios apareciesen. Lo único que faltaba ya era que alguien diese el empujón definitivo que liberase mentes y muñecas. Esta vez le tocó a Calderón. Habiendo visitado el infierno, ver de nuevo la luz cambió al equipo de arriba abajo. Cual tiburón la sangre, nuestros jugadores sintieron el miedo en las caras de sus rivales, y no dudaron en tirarse al cuello sin piedad. Otra característica del instinto competitivo.
Total, que estamos de nuevo en la final. Sí, esa final que parecía una quimera cuando Rusia nos metió en un lío. Pero muy grande tiene que ser el problema para que España no encuentre la forma de superarlo. Lo han hecho otra vez y ya van un montón. No hay ni pero que ponerle ni ningún motivo que impida que todos nos demos la enhorabuena. Ellos por su éxito. Nosotros por poder disfrutarlo.
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