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ENTRE FANTASMAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ojos de piscina sin cloro

Me quedaría con la sonrisa de Mireia Belmonte y sus ojos sobre las veintitantas medallas de Phelps

La campeona olímpica, Mireia Belmonte
La campeona olímpica, Mireia BelmonteTOBY MELVILLE (REUTERS)

Es peor desconfiar que ser engañados”, dijo La Rochefoucauld unos setecientos setenta y siete años antes de que nosotros desconfiáramos demasiado tarde de aquellos que nos engañan, ¿hasta cuando? Aunque la cultura ya sea un ínfimo deporte y la ignorancia, en sintonía con la desvergüenza y el paro, constituyan síntomas inequívocos del crecimiento en nuestro depauperado país, la cronología y el sentido común (baratija en boca de Rajoy) nos ayudarán a deducir que La Rochefoucauld no es un nadador olímpico en las aguas menores de nuestra democracia, como un Montoro de los que nadan donde mean. Tampoco forma parte de esa “pandilla de golfos y títeres” a la que alude Cerezo y cuyo certero veredicto propongo como alternativa al emblemático “¡que se jodan”.

La Rochefoucauld no era sino un duque francés que, según cuentan, se casó a los 15 años con su prima, sin más riesgo que las sucesivas batallas libradas y las ilustres amantes que tuvo hasta que, agotado por la gota y exhausto de amor y guerra, falleció en brazos de Mme La Fayette como, siglos después, desfalleciera Guardiola ante el dedo acosador de Mourinho. Por tanto, cabe admitir que, siendo un sabio humano, sus Máximas son reversibles y, todo lo que nos pasa, mal que nos pese, nos pasa por no haber sabido desconfiar a tiempo. Diga lo que diga La Rochefoucauld, nunca es peor pensar antes de dejarse engañar. Estos datos, por superfluos que se nos antojen, valen tanto como recordar la lista de los reyes godos o la alineación de ese voluntarioso equipo que, acorde con los recortes prescritos, pasó por los Juegos de Londres sin romperlos ni mancharlos. Ni marcar un solo gol, en tres partidos consecutivos, a contrincantes hipotéticamente inferiores. Quizás fuera una medida necesaria para mitigar la fatuidad balompédica nacional. En ese supuesto, también nos lo teníamos merecido. Pero, de repente, voy a contar una cosa que no viene al caso. O sí. Sea como fuere, ya se sabe, los fantasmas, de vez en cuando, en lugar de sábana, utilizan la página en blanco o, lo que es lo mismo, tanto da, la pantalla de un ordenador. Y se cuelan de rondón. Así pues, el día en el que la Selección española ganó el Mundial de fútbol, murió Margot. Yo estaba en París porque Pauline se estaba muriendo.

Margot era una perrita bulldog francesa que, aunque la maldijera cuando tenía que sacarla cada día a pasear, me inspiraba alegría y ternura. Pauline era la madre de mi mujer, a la que admiraba y quiero. Su agonía eclipsó la muerte de Margot. Y, sinceramente, lo de que España ganara un Mundial, dadas las circunstancias, me importó un bledo (presuponiendo que el bledo valiera menos que un euro). Celebré, eso sí, el gol de Iniesta. No me quedó más remedio. Y compartí la reiterada repetición, valga la redundante redundancia, de la imagen que se codea en la memoria con los más íntimos recuerdos y, al menor descuido, suplanta la vida cotidiana. Pero, desde aquel Mundial, ya no me enardecen tanto los éxitos ni me preocupan demasiado los fracasos en asuntos deportivos que en nada dependen de mí. Y, menos aún, las extemporáneas declaraciones ni las groseras actitudes de personajes con los que no intercambiaría dos palabras en un ascensor.

Tras estos vuelos, no queda más remedio que recuperar la cordura y hablar de fútbol y dinero

Como imagen de estos Juegos, por ejemplo, me quedaría con la sonrisa de Mireia Belmonte y sus ojos de piscina sin cloro predominando sobre las veintitantas medallas de Phelps o las inconcebibles centésimas del record de Bolt, sin por ello haber dejado de disfrutar lo más mínimo de la potencia, belleza y emoción con la que esos fulgurantes devoradores de tiempo y espacio desafían la realidad, ni de la épica de equipos en combates exentos de muerte y sangre, con especial mención a nuestra selección de balonmano. Tras estos vuelos, no queda más remedio que recuperar la cordura y hablar de fútbol y dinero. Al respecto, traeré a colación una anécdota, cazada al vuelo, que sólo se refiere al fútbol de soslayo pero nos permite viajar de Londres a París y hace circunstancial referencia al dinero. La protagonista es una mujer. Muy bella, si no la confundo con otra. Se llama Helena Seger. Paseaba por París, en pleno día. Probablemente, de compras. De pronto, dos hombres, en una moto, le arrebataron el bolso. Eso cuentan en “Le Parisien”. La mujer no sufrió daño físico alguno y denunció los hechos en la comisaría más próxima. El comisario se parecía a Jean Gabin, eso imagino yo. En el bolso no había joyas. Sólo 5.000 euros en efectivo. Por cierto, Helena es la mujer de Zlatan Ibrahimovic. De ahí la inclusión de la noticia en un contexto futbolístico, sin recortes.

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