Quién era Raoul Diagne
La UEFA debió pensarlo mejor, antes de dar pie a que el fútbol se convierta, otra vez, en la ocasión para intentar ocultar realidades oscuras
Raoul Diagne era capaz de jugar de portero, de centrocampista, de extremo y de delantero. Medía 1,87 metros y era hijo de un diputado en la Asamblea Nacional Francesa. Tenía otro rasgo biográfico original: fue el primer jugador negro en la selección de fútbol francesa, convocado 18 veces, entre ellas una como titular para la Copa el Mundo de 1938. Ganó su última Liga precisamente en 1940, cinco días antes de que las tropas de Hitler ocuparan Francia.
Su vida viene a cuento en esta XIV edición de la Eurocopa porque el principal problema que se dibuja en el horizonte no es quién vaya a ganarla, sino qué va a pasar en los campos de juego de Ucrania y, en menor medida, de Polonia, donde existe un problema serio con el racismo manifiesto y agresivo de grandes grupos de hinchas fanáticos, que emplean con asiduidad símbolos nazis y de supremacía racial. Quizás Diagne, educado con esmero por un padre que fue el primer representante de Senegal en el Parlamento de París y que da nombre al aeropuerto internacional de Dakar, aguantara pacientemente los insultos en su época. Quizás no le insultaron. Sus biografías no dicen mucho al respecto.
Desde luego, los que no van a aguantar muchas agresiones, ni verbales ni de ningún tipo, son los actuales integrantes de la selección francesa, ocho de los cuales son negros. No es nada especial, porque en la selección inglesa hay otros ocho. Y porque también hay checos, daneses, alemanes, holandeses, portugueses, italianos y suecos negros, que juegan en sus selecciones nacionales. Es decir, en nueve de las dieciséis selecciones. En el grupo de Vicente del Bosque no hay en esta ocasión ningún jugador español negro, pero los ha habido en otros campeonatos y en la selección nacional jugó ya en 1998 Vicente Engonga, un defensor que militó en las filas del Valencia y del Mallorca y que era catalán de nacimiento, como el actual ministro del Interior francés.
El peor escenario será Ucrania, cuatro ciudades, Kiev (la hermosa capital a orilla del impresionante Dniéper) Lviv (o Lvov, un pequeño París en Ucrania), Jarkov (donde se producen la mayoría de las armas que Ucrania exporta a medio mundo) y Donetsk (fundada por un galés a mediados del XIX, en torno a una acería). La UEFA, que ahora recuerda que los árbitros están autorizados a suspender los partidos en caso de que los fanáticos se apoderen de los estadios, debió pensarlo mejor, antes de dar pie a que el fútbol se convierta, otra vez, en la ocasión para intentar ocultar realidades oscuras. En Ucrania existen movimientos de supremacía racial grandes y peligrosos, como se ha venido denunciando en toda la prensa europea, y sería una equivocación creer, como proponen las autoridades locales, que los cánticos de esos grupos de fanáticos solo pretenden poner nerviosos a los jugadores contrarios y hacerles fallar. Como será una equivocación ignorar que continúa encarcelada desde octubre de 2011 la ex primera ministra Yulia Timoshenko, un personaje quizás turbio pero que ha sido sometido a un juicio sin garantías que finalizó con una condena de siete años de prisión. La final se jugará en el Estadio Olímpico de Kiev y la Unión Europea todavía no ha decidido qué recomendará: asistir al palco presidencial o abstenerse de viajar. Confiemos en La Roja y vayamos preparando cómo expresar públicamente en la propia Ucrania el desacuerdo democrático con la situación interna. No vaya a pasar como en Argentina, donde casi todo el mundo supo lo que estaba pasando y casi todo el mundo se calló.
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