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Bucarest, segunda parte

El Athletic tropieza en el Calderón con las mismas piedras que en la final de la Liga Europa

Llorente se lamenta tras un gol.
Llorente se lamenta tras un gol.Alejandro Ruesga

Será la globalización, la evolución, los nuevos tiempos, pero nunca Madrid estuvo tan cerca de Bucarest como ayer. Para el Athletic fue como jugar en el extrarradio de la capital e España, tropezando con las mismas piedras, hundiéndose en los mismos charcos, resbalando en el mismo barrillo sentimental que le iba costando un gol tras otro, un error tras otro. Encajó el primero cuando aún no sudaba, como en Bucarest, por un mal despeje de Javi Martínez, encajó el segundo por otro error de Amorebieta, como en Bucarest, y el tercero sin tiempo para apelar a la heroica. En pocos minutos, el ejército estaba desarmado, apenas con una navajilla en la faja, sin haber pegado un palo al agua y con la sensación depresiva que te obturan la cabeza.

¡Oh cielos!, otra vez Bucarest, otra vez el sueño repetido, la pesadilla de sentirse un equipo ingrávido, liviano, incapaz de entender que Xavi, un desconocido, flotaba por el centro del campo más feliz que una perdiz, apenas dando dos pasitos para adelante y dos pasitos para atrás. Nadie le hizo caso. Hasta el público, mayoritariamente rojiblanco enmudeció, como en Rumanía, incapaz de sacar un sonido de la garganta que no fuera un ¡ay! o un ¡uy! cada vez que Pedro o Messi, como un martillo, enfilaban a Ekiza o Amorebieta.

Había en el Athletic más sentimiento que fútbol, más ganas que talento, más fe que estrategia. Ni el penalti no pitado por agarrón a Llorente le sacó de quicio. Solo le molestó.

El Barcelona marcó demasiado pronto la distancia que oficialmente separa a ambos equipos en la temporada. Al Athletic se le ahogó pronto el sorbo del factor sorpresa, asunto trascendente en cualquier final que se precie. El Barça le llenó la garganta de arena y cuando la tragó, con muchísima dificultad, ya era muy tarde: se habían ido las olas.

Hasta los resbalones en el césped recordaban al partido de Bucarest, esta vez menos abundantes, pero igualmente sonoros. Cosas del multitaco, o algo así, o quizás de la aceleración. Quién sabe…

Lo cierto es que moría la noche cuando Herrera dio al interruptor y encendió la luz en la segunda parte. La que necesitaba la marea rojiblanca para empezar a rugir de nuevo, a justificar su algarabía sin títulos, su fe ciega que, sin embargo, no cegó al Barcelona, que ya vivía tranquilo en su sala de estar como viendo el partido por la tele, como si disfrutara de las repeticiones.. La hinchada rojiblanca quería ganar su partido, sin desdoro blaugrana. Y sobre todo, quería sobre todo cantar un gol, dar un bote de alegría en los asientos del Manzanares, una vez asumida la derrota como un mal inevitable. Pudo llegar, pero la falta de gasolina ha gripado el motor del Athletic y cuando alcanza la orilla llega sin fuerza, impreciso, braceando.

Pero las aficiones llegan al corazón y los títulos a la sala de trofeos. Una levísima pero rotunda diferencia: la misma que hubo entre Bucarest y Madrid. Y ya se sabe que segundas partes nunca fueron buenas.

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