Vivir como un rey
“Absurdo… como ofrecer caviar a un elefante”.
—William Faulkner, novelista estadounidense
Visto desde el inocente, posiblemente ignorante punto de vista de un córner monárquico inglés, sorprende un poco la polémica que ha desatado el episodio del rey y el elefante. Es verdad que los españoles siempre están a la caza de motivos para indignarse y que hoy, con la crisis, están (comprensiblemente) muy por la labor, pero ¿por qué elegir como blanco al rey cuando hay tantos más, y mejores, pretextos para enfadarse —por ejemplo en el mundo del fútbol?
El rey ha caído en el desprestigio —si lo hemos entendido bien— debido a la percepción de que, mientras cinco millones de sus súbditos están en el paro, él se está dando la gran vida; tocando el violín, como Nerón, mientras la ciudad arde. Bueno, vale. Pero darse la gran vida es lo que los reyes hacen; es lo que esperamos de ellos, ¿no? Irse de safari a coleccionar trofeos para adornar las paredes de sus palacios es lo que han hecho toda la vida. ¿O acaso queremos que, para demostrar solidaridad con el pueblo, nuestro rey se mude a una urbanización con piscina compartida en las afueras de Madrid y se pase el otoño sus días encerrado en casa viendo programas de cotilleo —o documentales de animales africanos— en la televisión?
Si hubiera pagado el viaje con dinero de nuestros impuestos sería, quizá, otra cosa pero, según se entiende, fue a Botsuana invitado por un amigo árabe. El rey no dispone de los recursos propios para poder darse semejantes lujos. Comparado con otros monarcas vive en la más elemental austeridad. Su sueldo, como se reveló hace poco, no supera los 300.000 euros al año, antes de impuestos. O sea, podríamos pagarle a él y a sus herederos durante un siglo con lo que le costó al Real Madrid el verano pasado el fichaje de Fabio Coentrão, o durante dos con lo que desembolsó el Barcelona hace tres años por Ibrahimovic.
Y olvidémonos del inescrutable mundo de los fichajes. El sueldo de Coentrão debe de superar al del rey de España por un factor de, al menos, seis; los de Messi o Cristiano por un factor de 33. Es verdad que Messi y Cristiano han llegado a donde han llegado por méritos propios y se les paga lo que las leyes del mercado determinan. El placer y la satisfacción y la sensación de gloria compartida que nos ofrecen tienen su recompensa financiera. Lo que ofrece el rey puede que sea más difícil de medir pero si es verdad, como dijo Mariano Rajoy esta semana, que es un gran “embajador” para España, que su prestigio es un factor unificador en el mundo de habla hispana, pues igual el sueldo que le pagamos es una ganga.
Nadie considera un escándalo que los grandes futbolistas derrochen tanto dinero
Además, los supuestos excesos del rey son poca cosa al lado de los de nuestros grandes futbolistas. Ellos acumulan flotas de lujosos coches, viven en espectaculares mansiones, salen con mujeres que lucen vestidos que valen más de lo que cuesta un viaje al sur de África, pero a nadie se le ocurre que derrochar dinero de esta manera en tiempos de crisis es un escándalo o, incluso, de mal gusto. Con tal de que se trate de un jugador de fútbol y no un rey.
Ahora, es verdad que el rey de España es un símbolo patrio y que se le exige una cierta responsabilidad en cuanto al ejemplo que ofrece a la sociedad. Pero, ¿las grandes figuras del mundo del fútbol no son símbolos —no sirven de ejemplos— también? ¿No podríamos decir, incluso, que son símbolos y ejemplos para más personas que el rey, particularmente en el caso de que representen a los dos grandes paquidermos del fútbol español, el Madrid o el Barça?
Podríamos pagar al Rey y a sus herederos durante un siglo con lo que le costó al Real Madrid el verano pasado el fichaje de Fabio Coentrão
Tomemos —por elegir alguien al azar— a José Mourinho, el rey del Real Madrid, institución que encarna los sueños y las esperanzas y buena parte de la identidad de muchos millones de españoles, bastantes más de los que están hoy sin trabajo. Mourinho también tiene un sueldo básico 33 veces mayor que el del rey de España. Pero, gane o pierda, siempre está de mal humor y, a diferencia del rey, la palabra “disculpa” no existe en su vocabulario. Siempre está indignado, quizá el motivo, precisamente, por el cual un nada insignificante sector de la población española se haya identificado con él. Puede que si Juan Carlos I tuviera más mala leche, si no fuera una persona risueña de exquisitos modales que hace lo que puede con su magro sueldo para vivir como un rey, se le querría más.
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