El córner rojiblanco en el Veltins Arena
Los aficionados se hicieron notar en las cervecerías y en el estadio alemán
Dos cosas buenas tuvo el millar de aficionados que se desplazaron a Gelsenkirchen. No era la marea roja de Manchester, pero por momentos lo pareció. La pequeña localidad alemana apenas se concentra en dos calles peatonales y se gobierna por el silencio ni siquiera interrumpido por el zumbido de los coches. Así que cuando el grueso rojiblanco las invadió, por momentos pareció que el millar se multiplicaba. En Gelsenkirchen los que podían trabajaban y las cervecerías eran un monocultivo rojiblanco. En su mayoría se podía fumar, lo que retenía a los sedientos parroquianos. La mañana tenía un ligerísimo perfume a Manchester, ligeramente estruendosa.
La segunda estaba en el estadio. Asumida la minoría absoluta, el hecho de jugar en un estadio prácticamente cubierto, permitía a la esquina rojiblanca, cuando encontraba hueco entre los cánticos alemanes, que su voz pareciera más poderosa de lo que era. Breve, pero con el altavoz de la cubierta metálica. En verdad costaba hacerse oír ante una afición, o mejor dicho, un fondo, que no para de tamborilear y cantar en todo el partido. Aquí tampoco había nada que ver con Old Trafford. El Schalke sueña con esta competición que al Manchester, sin embargo, le quitaba el sueño.
El Veltins Arena es un estadio ultramoderno para el disfrute del público. Para el futbolista, ayer al menos, era un martirio. Un césped parcheado, muy calvo, desigual y con un bote del balón que se asemeja al de los campos de hierba artificial. Un campo no propicio para jugones, sino para esforzados del fútbol. Curioso; un campo que le iba fatal al Athletic. Quién lo iba a decir.
Hasta Bielsa explotó
Cuidadoso al máximo cuando se trata de exteriorizar sus sentimientos desde que llegó a Lezama, Marcelo Bielsa no pudo reprimirse anoche, sin embargo, cuando el Athletic se permitió el festín final de los dos últimos goles que le despegaban del empate —ya valioso— ante los alemanes. Así, mientras el resto del banquillo rojiblanco, eufórico y alborozado, acudía a apretujar a Muniain, que venía todavía rápido y veloz tras clavar posiblemente la puntilla al rival, el preparador argentino se giró sobre sí mismo, buscó la espalda al césped, apretó los dos puños entusiasmado, fuera de sí, y exteriorizó, ahora sí, la euforia por el gol. Con otra demostración en suelo europeo, que prolonga la de Old Trafford, Bielsa es consciente de que su dimensión como entrenador cobra un impulso exponencial. Pero claro, jamás lo dará a demostrar.
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