La locura de marzo
Barack Obama quiso que su invitado oficial, David Cameron, respirara puro ambiente norteamericano y se lo llevó a ver un partido de la NCAA
En Estados Unidos se valora el éxito, pero se valora más aún el esfuerzo. En el aprendizaje del deporte se concede más atención al que lo intenta persistentemente que al que lo logra con facilidad, y aunque éstos últimos tienen más posibilidades de triunfo final, los primeros obtienen mayor reconocimiento. El grito de “!nice try!” (¡buen intento!) es el más escuchado en los campos en los que los niños celebran sus competiciones de fin de semana, donde está socialmente penalizado que los padres celebren con demasiada euforia la victoria.
Quizá esto ayude a explicar por qué la NCAA, la Liga universitaria, se sigue con más pasión que la NBA. En la primera juegan los jóvenes, los desconocidos, los esforzados que aún sueñan con futuros laureles. En la NBA juegan los famosos, los consagrados, los millonarios que, con frecuencia, caen en el aburguesamiento y la displicencia.
Estamos en plena March Madness, la locura de marzo, el mes en el que se juegan las finales de la competición de la NCAA, con esa última Final Four cuyo formato ha tenido después tantos imitadores en todo el mundo. Millones de norteamericanos son víctimas de esa enajenación. En las familias, en los trabajos, en los cafés se cruzan apuestas y se hacen pronósticos sobre los equipos con más posibilidades, los que darán la sorpresa, los que decepcionarán o los que enamorarán al público. Barack Obama es uno más de los que cada año hace su porra. No ha asumido mucho riesgo: su favorito es North Carolina, el elegido por la mayoría de los expertos.
Obama cada año hace su porra. Su favorito es North Carolina, el elegido por la mayoría de los expertos
Esta semana, cuando el presidente quiso que su invitado oficial, David Cameron, el primer ministro británico, respirara un rato puro ambiente norteamericano, se lo llevó a ver un partido de la NCAA: hot dogs de los buenos, no de pavo, cheerleaders auténticas, no profesionales, y ambiciosos muchachos norteamericanos sudando la camiseta para buscar un lugar entre las estrellas. Bueno, esto es, más o menos, lo que dice el tópico. La realidad es algo diferente. Las universidades que con más asiduidad tienen éxito en la NCAA viven, literalmente, para el baloncesto. Sus jugadores, formalmente estudiantes, son admitidos teniendo en cuenta sus tallas y condiciones físicas, más que intelectuales. Son tratados con gran condescendencia en los exámenes y becados por mecanismos poco transparentes. Un entrenador puede fácilmente cobrar más que un premio Nobel. Hay por medio agentes y familias que trafican con sus niños desde la primera enseñanza.
Tanto se ha complicado ese mundo que un columnista de The New York Times, famoso por otros asuntos, Joe Nocera, ha pedido un sindicato para proteger a los estudiantes-jugadores. En realidad, son las consecuencias lógicas de un negocio que se calcula que mueve unos 6.000 millones de dólares al año [unos 4.500 de euros].
Como ocurre muy frecuentemente con el deporte, nada de eso preocupa mucho a los seguidores. Los seguidores quieren que su equipo triunfe, y la vinculación afectiva con tu equipo es mayor aquí que en ninguna otra competición. En el fútbol, el béisbol o la NBA, las marcas son empresas que se trasladan al mejor mercado. Los Jazz de Utah eran antes, como su nombre indica, los Jazz de Nueva Orleans. Y aún se recuerda en Brooklyn el drama provocado por el traslado de los Dodgers a Los Ángeles a finales de los años cincuenta. Con tu universidad, en cambio, el vínculo es eterno. Es la instancia que sustituye a la familia a los 18 años y ocupa casi el mismo lugar en el corazón. El mío está con Georgetown. No descarten a The Hoyas.
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