"Marco murió feliz"
"La vida solo tiene sentido si la inviertes en lo que amas", se consuela el padre de Simoncelli en el funeral de su hijo, que desbordó Coriano, el pueblo del campeón mundial de Moto2 en 2008
En el aire, el olor a gasolina, el fragor de un aplauso que no se apaga y el zumbido de las motos que aprietan el acelerador. La marcha del sepelio avanza despacio tras el ataúd, cubierto de flores blancas. El pueblo de Coriano (Rimini, centro de Italia) despide a Marco Simoncelli arropándole con lo que más quiso en la vida. Supersic, como se le conocía, falleció el domingo pasado, a los 24 años, en un accidente en Sepang, en el Gran Premio de Malasia de MotoGP. "La vida solo tiene sentido si la inviertes en lo que amas. Él lo hizo hasta el final. Murió feliz", se consuela su padre Paolo, de mirada dulce.
La Gilera con la que ganó el Mundial de Moto2 en 2008 y la última Honda, las dos motos que encierran en sí su breve existencia, no se despegan del féretro. Los amigos las arrastran. Abren la marcha hacia el crematorio. Detrás van los familiares (el abuelo, que no deja de llorar, mientras la madre, Rossella, abraza a todo el mundo), los compañeros (Valentino Rossi, Jorge Lorenzo, Loris Capirossi y Marco Melandri, entre otros), los equipos de Honda y Yamaha, el médico Claudio Costa, los amigos con los rostros casi adolescentes... Y luego, vecinos, gente común y sobre todo muchos aficionados a las motos. La localidad, que suele contar con menos de 8.000 habitantes, rebosa. Sin embargo, la atmósfera se mantiene auténtica, íntima: Coriano despide a un chaval del pueblo más que a un campeón mundial.
Las calles parecen vestidas para acoger a Simoncelli una última vez. "Ciao, Marco", dice un cartel bajo una foto del motociclista doblado sobre una curva, la moto con el número 58 que roza el asfalto de la pista. Árboles, palos o fachadas exponen la misma imagen. Detrás del cristal de los escaparates ojea la sonrisa del corredor con su melena rizada, casi un marco de distinción.
"Ahora alcanza el cielo y enseña a los ángeles cómo se vuela", dice otro cartel que campea en la calle principal, la que separa el teatro municipal, en el que estaba instalado el velatorio, visitado por unas 15.000 personas, y la iglesia donde Francesco Lambisi, el obispo de Rimini, ofició la ceremonia del funeral. "La noche anterior a la última carrera, dijiste que deseabas ganar el gran premio", recordó el prelado dirigiéndose a Simoncelli en la homilía, "porque de ese modo todo el mundo te vería. Estamos dolidos por no poderte ver ahora, pero nos da paz y felicidad la esperanza de que tú nos estés mirando desde el podio más alto que exista".
Las colinas entre Rimini y Riccione, que ondean leves hacia el mar Adriático, son tierras de moteros. Rossi, nueve veces campeón del mundo, vive a menos de 50 kilómetros, en Misano. Capirossi y Melandri también son de la zona de La Romagna. La Ducati surge ni a 100 kilómetros; Misano e Imola, dos de los circuitos italianos, quedan a la vuelta de la esquina. "Aquí crecemos mamando las dos ruedas y la obsesión por la velocidad", comenta Marco Baccini, abogado de 41 años, mientras un grupo de niños vestidos con monos de cuero para montar en moto se acerca para acariciar el féretro. "Es muy cruel", prosigue el vecino, "pero, si tu pasión son las carreras, sabes que no es como jugar al tenis. El peligro forma siempre parte del juego".
Lo mismo, más o menos, que dijo Rossi desmintiendo los rumores sobre su retirada de la competición tras la tragedia de Malasia. Lo mismo que, probablemente, habrá pensado también Lorenzo en su largo abrazo con Paolo Simoncelli al lado del ataúd del eterno contrincante, Sic. Un abrazo que barre las polémicas sobre los adelantos demasiado atrevidos del piloto desaparecido. Buena lección en un día como éste.
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