Jugar al despiste despista
Contador desmiente que vaya a retirarse en los Pirineos, se cae Flecha y Greipel gana a Cavendish
En pocos días una rodilla de Contador, la derecha, se ha convertido en un objeto de culto en el altar ciclista de tanta veneración, al menos, como el gato de Marianne Vos (la holandesa que lo gana todo), que se llama Flecha, o como el toro de Lamborghini que tiene tatuado en un hombro Hoogerland y que el mismo Flecha, ya entregado sin rubor al reino de los procesos irreversibles, quiere grabarse también. No desprenderá la mística del gato o del tatuaje, pero de la rodilla derecha del campeón de Pinto se habla más, casi tanto como de los 33 puntos en las piernas, 33 como los años de Cristo, que convierten a su dueño, Hoogerland, en un mártir del espino y del Tour desbocado, o de las heridas de Flecha, quien ayer, después de recibir la bienvenida de casi todo el pelotón y comprobar que aunque le tiraban las heridas los músculos respondían bien, se vio envuelto en la caída del día, a cámara lenta y tempranera. "Pero tuve suerte", dice Flecha. "Íbamos muy despacio y en vez de dejarme caer me tiré sobre el que tenía delante, el inmenso Cancellara, y no me hice nada".
De la rodilla derecha, dos veces golpeada, por dentro y por fuera, en sendas caídas la semana pasada, Contador ha hecho circular por Twitter una foto en la que se aprecian unas agujitas clavadas, el tratamiento de acupuntura que, dice, le va genial. Y mientras en el pelotón, el tricampeón del Tour dice a sus conocidos que está como nunca, pero que ha decidido tirar balones fuera, mecanismo de defensa para que no le agobien (un farol a lo Armstrong), a los corros de periodistas les repite tantas veces lo mucho que le preocupa la rodilla, la de hielo que le consume, lo mucho que mejora cada día pero aun así..., que la bola de nieve, tanto despiste despista, no ha tenido más remedio que crecer y transformarse en un titular inquietante en la primera de L'Équipe de ayer, que en forma de interrogante (¿Contador, pronto en casa?), evocaba la probabilidad de una retirada del corredor aprovechando que los Pirineos crecieron para unir Francia a España (y para que los españoles se hicieran escaladores).
"Pero, de verdad que no exagero nada con mi rodilla", dice Contador casi ofendido por la duda. "Lo que cuento es lo que hay, transmito lo que es, si hubierais visto una foto de la rodilla hace un par de días, lo inflamada que estaba. Ahora, gracias al hielo y las agujas, ha bajado muchísimo". Dicho lo cual, soltó la bomba. "Claro que me iré a casa", dijo, "pero cuando termine el Tour en París, porque voy a luchar a tope para conseguir la victoria". Seguramente a Voeckler le gustaría tener, aun golpeada, una rodilla como la de Contador, tan capaz de contraerse y distenderse tantas veces tan rápidamente para alcanzar esa frecuencia de pedaleo matadora mientras trepa, y que periodistas de todo el mundo le preguntaran por ella, pero como todo en la vida no puede tenerse se debe conformar con un maillot amarillo provisional que luce orgulloso.
Después del pedrisco de la salida -hielos del tamaño de huevos de paloma, que se decía antiguamente-, cuando el suelo dejó de ser blanco y volvió al negro asfalto, tan negro como los ojos de Contador en un buen día, bajo el diluvio salió Voeckler, de amarillo sobre una montura amarilla a pasear por el asfalto desierto soberbio como un alguacilillo en una plaza de toros. El Tour, atónito, observaba espectador protegido por los entoldados de los autobuses. Cuando el granizo se hizo canícula, durante la etapa, en la que se ganó el desdén de Flecha, el compañero de fuga al que aún no ha preguntado por sus heridas, que pasó a su lado haciendo con la cabeza gestos negativos de "no es esto, no es esto", Voeckler, el símbolo de la patria francesa 48 horas antes de su 14 de julio, mantuvo el tipo al frente del pelotón rodeado por su guardia de verde Europcar y manteniendo la fuga a tiro.
Guardaba Voeckler, sin embargo, lo mejor, la prueba de su talento y de su clase, de su carácter y su gestual, para el final, para la acción comando llevada a cabo junto a Gilbert y tres más a 15 kilómetros de la meta y que pasará a la historia como el asalto a la cuesta de Mirandol-Bourgnounac. El ataque pilló a los favoritos descolocados, lo que les provocó un calentón. A Voeckler le valió, aparte de algún titular, un punto para la montaña y una colleja de Tony Martin, harto de sus gestos. A Andre Greipel, que no iba en la fuga pero que se benefició del caos sembrado por su amigo Gilbert, le valió la victoria de etapa tras un mano a mano en sprint con su enemigo Cavendish.
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