El final de algo maravilloso
"Jugar fue maravilloso", dijo Ronie en su despedida.
El contenido de esa melancólica frase me despertó a la vez una profunda empatía y una lúcida visión del abismo que se extiende entre él y el resto de nosotros, futbolistas.
Jugar fue maravilloso, por supuesto; tan sencillo y tan profundo como eso. Jugar es lo que hicimos desde que tenemos memoria y no existe reemplazo en este mundo para las sensaciones que provoca el atávico ritual de golpear una pelota. Cada partido es un adictivo ejercicio de libertad que desata la emoción de miles de personas. Cada entrenamiento es una tela en blanco; un espacio diario de expresión, de creación y de catarsis. La nostalgia de Ronaldo me conmueve porque me arrastra con precisión a aquellos lugares que ya no visitaré.
Pero, más allá de la empatía, la frase no puede nunca tener el mismo significado para él que para el resto. Siempre hay un nuevo futbolista que llega para ejecutar lo que otro ya no puede. Como esas canciones que no queremos que terminen, pero que se van apagando poco a poco hasta perderse, nos vamos diluyendo en el tiempo y asumimos, con resignada satisfacción, la tangible certeza de dejar de ser. Lo que hacía Ronaldo era, en cambio, único. Su anuncio no nos transmite algo que no supiéramos de antemano, ya que hacía tiempo que no jugaba al nivel que nos había acostumbrado, sino que nos deposita por un momento en ese espacio vacío, que es el que ocupaban las cosas que se pierden para siempre. En su frase no solo anuncia el final de su carrera, sino también el final de su don. Nacer para ser el mejor y asistir estoicamente al propio declive. Luego, salir en rueda de prensa y anunciar su caducidad, el final de lo que le ha hecho feliz.
Ronaldo no solo fue el mejor futbolista de su época. Era un tipo que vivía con alegría. Contagiaba a todos con su humor y sencillez. El vestuario era, en su mundo, una continuación del patio del colegio y siempre estaba dispuesto a divertirse. Una madrugada, en Japón, después de ganar la Copa Intercontinental, en medio de festejos, le vi entrar en él con una gigantesca llave de plástico dorada con el nombre impreso de una conocida marca de autos japoneses. Había ganado el premio al mejor jugador del partido: una gran camioneta blanca. Le pregunté si, por casualidad, no le habían entregado también las llaves. Me miró con complicidad, intuyendo la travesura infantil.
Nos escapamos a la cancha otra vez. Ronaldo no se limitó a dar vueltas olímpicas, convirtiendo el estadio Internacional de Yokohama en una pista de Nascar. Fue una estupenda sesión de rally, ante la desesperación de los encargados japoneses, que concluyó solo cuando nos incrustamos dentro de la portería donde, un par de horas antes, había marcado el gol.
Ronie subvertía solo por diversión. Se relacionaba con el público desde su carisma y con sus pares desde la sencillez. Jugaba al fútbol desde una natural superioridad y acribillaba a sus adversarios con su talento brutal.
Disfruté al compañero y admiré al futbolista. Jugar con él fue maravilloso.
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