El fin de una era
Berdych despide a Federer de Wimbledon (4-6, 6-3, 1-6 y 4-6), donde el suizo jugó la final los últimos siete años
Cuando Roger Federer cae 4-6, 6-3, 1-6 y 4-6 ante Tomas Berdych en cuartos de final del torneo de Wimbledon, no solo se despide del torneo, no solo cede en su plaza fetiche ni vuelve a perder antes de semifinales en un torneo grande: también abre una nueva época en el tenis, una era en la que Federer ya no puede sentirse intocable ni siquiera en Wimbledon, donde jugó las últimas siete finales y venció seis títulos. El número dos del mundo, que será el número tres desde el lunes, puede volver a ganar cualquier año este o cualquier otro gran título. Siempre estará entre los favoritos. Siempre tendrá armas con las que sumar más grandes en su ya larguísima lista de 16 trofeos. Y aun así, si ese momento llega, lo hará con el suizo desprovisto del aura que le rodea desde hace años: hoy Federer ha dejado de ser un tenista indestructible.
Berdych, que lleva dos semifinales grandes seguidas, es un tenista tremendo. Berdych saca con plomo, golpea con fuego y dispara veneno. Berdych es un jugador peligrosísimo cuando lleva la iniciativa y no se le mueve, cuando tiene los pies bien plantados. Nada de eso, sin embargo, explica su victoria. Todo lo que ha ocurrido en su partido de hoy en Wimbledon se explica a través de Federer.
El suizo ha jugado el torneo abrazado a su mayúscula clase, entregado a la grandeza de sus tiros, pero sin juntar nunca sobre la pista una actuación lo suficientemente completa, lo suficientemente unida, como para que mereciera el nombre de buen partido. Escapándose por la gatera de su saque o su derecha, el número dos, quizás el mejor tenista de siempre, encontró excusas para no analizar la pobreza de su plan de juego y lo arriesgado de su apuesta. Solo la magnitud de su leyenda explica por qué su derrota en cuartos de Wimbledon es un fracaso. Solo lo exagerado de su currículum, en el que brillan seis coronas de Londres, cuenta por qué es descorazonador que un tenista de su calibre, capacitado para cualquier cosa, se entregue a los vicios de los viejos tiempos, aquellos en los que era un joven de brillos fugaces, esos en los que buscó el camino por la via rápida del talento y no desde la estructura, el análisis táctico y el rigor del orden de su juego.
Así, Federer deslumbra pero no gana. Así, Federer deja grandes fotografías en partidos peleados que antes eran tardes primaverales. Y así, despidiéndose poco a poco, sin un título desde el ganado en el Abierto de Australia, al número dos del mundo, a un paso de los 29 años, solo le queda un camino: redescubrir el deseo, las ganas de volver a imponer su imperio. Federer siempre está a tiempo.
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