La blasfemia
Respondería a una cierta poética que el último gol que marcara Raúl en la Liga española fuera el de La Romareda. Ese día se lesionó y terminó para él la temporada. Temporada agridulce porque, después de años de esplendor en la hierba, el jugador ha asumido el banquillo sin ruido ni furia. La Romareda es el estadio donde en 1994 Valdano lo hizo debutar a los 17 años y jugó su primer partido con un descaro rotundo. Ese último gol Raúl lo marcó cojo, pidiendo el cambio. Mientras el sustituto se quitaba el chándal, a Raúl le dio tiempo a marcar, a dar la última pedalada como esos ciclistas que llegan extenuados a la meta en alto. Pero llegan. Él también es abismal y agónico. Que Raúl marque ese gol cojo es un símbolo perfecto, una salida ideal. Le ha faltado sólo marcar un gol desde el banquillo, en un rebote afortunado.
Porque ahora viene la blasfemia. En cierta manera, Raúl ha sido siempre un jugador del Madrid pero con materiales del Atlético. Puede que su periodo formativo y su salida de la cantera del club rojiblanco no tengan ninguna relevancia en su impresionante carrera. Pero hay detalles que sorprenden. El Real Madrid es un equipo de jugadores estilistas o de un rotundo populismo mediático.
Los del Atlético son tradicionalmente conocidos por sus nombres de pila, Luis, Manolo, Santi, con una familiaridad que uno reserva para el fontanerohabitual o el camarero del bar. En cambio, los del Madrid siempre han tenido la deferencia del apellido: Martín Vázquez, Butragueño, Sanchis, García Remón. A unos se les trataba de tú y a otros casi de don. Hasta que llega Raúl y se arremanga, en nombre de pila, y se pone a remar y gana ligas y trofeos aportando cierta precariedad de juego, pero arrobas de épica, resistencia y oportunismo. Vamos, a la manera clásica del Atlético.
Pese a la irrupción de los galácticos, Raúl siempre ha tenido un tono casero. ¿De qué galaxia iba a ser un tipo de la colonia Marconi de Villaverde? Algunos de sus compañeros cambiaron más veces de peinado en un mes que él en los 16 años de competición. Porque quizá el detalle más heroico del máximo goleador en activo de la Liga es que su aspecto ha sido siempre el mismo, para irritación de enemigos y cierto hastío de fans. Lo irrepetible de sus números le ha ido concediendo un poso mítico que le negaban las fotografías precipitadas. En la era de la imagen y la inmediatez, Raúl ha sido un icono trabajado, un metalúrgico del fútbol. El madridismo se ha beneficiado siempre de esos jugadores. El mismo Di Stéfano es recordado como un señor que lo hacía todo bien, con una entrega agotadora, al contrario de otros ídolos del fútbol que eran más de jugar por la sombra, al paso, con zapato de gala más que bota de tacos.
Más allá de esta Liga tan reñida en puntos, pero tan rendida al juego del Barcelona, si a Raúl le da por dejar el Madrid, no lo duden, este campeonato será recordado por ser el último que él jugó. Si se marchase, facilitaría la labor a los que quieren jubilarlo, porque Raúl puede meter goles desde la cola del Imserso y con la cachava. En la Liga italiana o la inglesa, que nadie espere un paseo de aprendizaje, seguro que se faja con los defensas con esa especie de buena educación terca. La blasfemia poética sería que jugara las dos últimas temporadas en el Atlético de Madrid, con ese equipo al que le ha descerrajado goles desde todas las posturas, incluido el primero que marcó en la Liga.
Raúl ha tenido goles feos y celebraciones peores. Lo de besar el anillo, señalarse el dorsal y torear a capotazos en las grandes ocasiones pertenece a su negación para controlar la simbología contemporánea. Es un hombre de otra época, que asimila el triunfo a cierta categoría artificiosa reñida con su austeridad. Con un punto de pupas, porque entre éxitos siempre le perseguirán algunos malditos fallos, la frustración en esa selección nacional que acabó jugando mejor sin él, el alma dolorida tan del Atlético parecía palpitar tras la coraza del mejor madridista de las últimas décadas.
En su juventud restallante, llegó la persecución mediática, las dificultades para ser un chico normal y esa rueda de prensa tras cazarlo a deshoras en las discotecas. Allí asumió públicamente una responsabilidad desmesurada, una desconfianza en el entorno del fútbol brutal, y seguramente limitó su espontaneidad y su apuesta por la felicidad pública frente al rigor, la discreción y en ocasiones la grisura. Una lástima provocada por otros, pero demasiado asumida por él mismo como peaje de madurez. Sólo a instantes baja la mirada, asoma unos ojos burlones e impone una ironía soterrada como los sombreros que hacía a los porteros.
Como todos los jugadores insignia, ha disfrutado y sufrido detentar el poder. Pero nada ensombrece su currículo, una lista de victorias que, cuando se presenten en la nómina de la historia, sonrojarán a los odiadores profesionales. Al fin y al cabo, la mayor blasfemia de todas es fantasear con lo que Raúl pueda decidir en este final de temporada. Es patrón de sí mismo. Pero que nadie dude de que el gol cojo en La Romareda, como el cabezazo de Zidane a Materazzi, tiene una altura mítica, simbólica y eterna.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.