Aquella sombra de Berna
Todo se hace por una ilusión y contra una sombra. Los barcelonistas que vivimos bajo la sombra de aquella tarde aciaga en Berna, cuando el Benfica nos ganó la Copa de Europa al tiempo que morían Kennedy y Juan XXIII, combatíamos anteayer a favor de una ilusión y contra esa sombra.
Ahora ya todo es pasado, pero aquella sombra se agranda. Dicen que no hay nada más viejo que una ilusión perdida, o que un periódico (de papel) de ayer. Con respecto a esto último, basta con comprar el periódico de mañana, donde ya los adversarios habrán cesado sus burlas y donde se haya recompuesto de algún modo la figura doliente de los perdedores. Pero la sombra persiste, y persistirá siempre, porque las grandes ocasiones del fútbol enaltecen el símbolo, para lo bueno y para lo malo.
La parafernalia sentimental que había montado el Barça tenía que ver con esta sombra de la infamia que habita al club desde aquella derrota en Berna. Quizá ninguno de los contendientes que anteayer vestían de azulgrana tenían en su memoria juvenil ni una brizna de aquel desastre en el que Ramallets fue el portero más desafortunado del mundo.
Pero en la genética del equipo, en la propia melancolía de Pep Guardiola, se ha fabricado lentamente ese microcosmos perverso que advierte que siempre puede haber un Benfica que, ayudado por los palos y por la fortuna, puede hacer caer todos los sueños de revancha. Esa memoria es la que funcionó para que un Barça habitualmente sobrio, como su entrenador, se entregara a una gestualidad heroica que no le va; esos gestos apelaron a un heroísmo cuyas letras gruesas no se corresponden con el carácter del entrenador de Santpedor, pero ahí se estuvo construyendo, como si los jugadores fueran a Lepanto, o a Berna. Hasta que Guardiola mandó a parar y recordó que estas cosas son fútbol y se dirimen en el campo.
De todas las cosas de este partido la mejor fue esa, que Guardiola bajara el balón al terreno de juego. No había que glorificar (al revés) a Mourinho, que para más inri es tan portugués como el Benfica, ni había que poner al Inter donde está el Barça. Había que jugar al fútbol. Y eso hizo el equipo, ajeno a las bengalas del alma azulgrana, inflamado porque se le escapaba la vieja ilusión de ganarlo todo otra vez, como para seguir borrando la afrenta de Berna.
La ilusión es poderosa, pero se puede atascar en los meandros de lo posible, porque el otro equipo también juega, o porque no deja jugar. El resultado es que aquel Piqué que apeló a lo peor para conseguir lo mejor fue el único que rompió la virginidad de los italianos, pero el Barça se quedó a las puertas del heroísmo, con honor pero con melancolía.
Las ilusiones excesivas se sustituyen por las desilusiones, y el Barça había puesto el listón tan alto, era tanta la felicidad (como escribe Zubizarreta) que proporcionó en estos últimos tiempos, que parecía que hasta en este momento iba a ser capaz de llenar el vaso. Hay un poeta canario, José Luis Pernas, que tiene este verso: "Comprendo entonces que hay que buscarse una esperanza para seguir viviendo". Con el vaso demediado, eso es lo que el Barça ha de buscar para seguir combatiendo contra la sombra de Berna.
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