Superlativo Federer
El suizo gana la final del Abierto de Australia al imponerse a Murray en tres mangas ( 6-3, 6-4, 7-6)
Roger Federer acaba de ganar su decimosexto grande, un paso más dentro de su canonización como leyenda viva, al vencer al británico Andy Murray por 6-3, 6-4 y 7-6 (11).
Así ha sido. Melbourne es un infierno. Hierve la ciudad a 37 grados. Sopla el viento con aliento de horno. Está el público agostado, los seguidores escoceses vestidos con falda, con cencerros y de rojo los suizos, cuando el cielo deja caer una tromba de agua que casi ha cambiado las circunstancias de la final. Durante gran parte de la tarde, el techo de la pista Rod Laver estuvo cerrado, buen augurio para Murray, al que siempre hace sufrir el viento. El chaparrón, sin embargo, paró minutos antes del encuentro, lo que permitió que se jugara a cielo descubierto. Para Federer, excelente en cualquier tipo de circunstancia, quizás fuera un alivio. Para Murray, fue un castigo: salvo en el breve despertar de la tercera manga (un 4-2 de ventaja o el tie-break, mal jugado pero peleado con dignidad), el escocés acabó enredado en la telaraña táctica del suizo, que, sorprendentemente, atacó de revés a revés, prescindiendo de su mejor golpe (la derecha) para impedirle entrar en ritmo.
Murray fue un finalista decepcionante: sin agresividad ni planes, empleó la táctica que le había llevado a dominar por 6-4 los enfrentamientos previos. Esperar los errores del contrario. Paparrear, que dicen los tenistas. No buscó los cambios de ritmo porque falló las dos primeras dejadas. No buscó el revés paralelo, que tanto había sufrido Rafael Nadal en cuartos, porque Federer mandó siempre en los peloteos. Y casi nunca, quizás sólo un poco en la tercera manga, vivió a la altura de sus favorables circunstancias: llegó a la final con sólo un set perdido, un día más de descanso que el suizo, pocas horas en la pista y el empujón moral de haber derribado a Nadal en las rondas previas. Murray, sin embargo, se jugaba demasiado: las esperanzas del Reino Unido, que lleva 74 años sin que un tenista suyo gane un grande (Fred Perry en 1936).
A Federer le sobran: ya tiene 16 grandes, más que nadie en la historia. Ha jugado las ocho últimas finales de torneos del Grand Slam. De ellas, ganó cuatro. Sencillamente, imparable.
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