El Madrid saca petróleo de un doble rechace
Partido plano en Sevilla de un líder abandonado por sus figuras y rescatado por Helguera con un golpe de fortuna
Después de 23 minutos huecos, sin noticias en una y otra portería, sin luz alguna en el centro del campo, el Madrid se encontró el partido de cara en eso que se llama una tercera jugada: en el segundo rechace de una acción embarullada que nació en un saque de banda y murió con un remate de Helguera sin mucha carga que se envenenó tras tropezar en Makelele.
Ya lo decía Benito Floro, que elevó en su día una teoría solemne sobre una suerte aparentemente tan secundaria, y la gente sin hacerle caso. Sacó en corto Roberto Carlos sobre Solari, al que, como andaba doliéndose visiblemente de la rodilla, ningún sevillista prestaba atención. El argentino, dos minutos antes de abandonar el campo en camilla, tiró un centro sobre el área y el balón, despejado en pifia, quedó muerto en el punto de penalti. A su encuentro acudieron a la carrera Makelele, que disparó, y Alfaro, que rechazó; del segundo rebote surgió Helguera y su tiro fatal para el Sevilla. Gol raro y cargado de fortuna, pero gol.
El tanto le suavizó al Madrid un panorama que Joaquín Caparrós había intentado llenarle de espinas con una alineación de vigilancia. Javi Navarro, un central de toda la vida, incrustado en el centro del campo para frenar a Zidane; dos laterales derechos para sugerir con el más adelantado, Njegus, que Roberto Carlos no subiera en exceso. En suma, que el Sevilla vació su centro del campo de gente creativa para poblarlo de defensas. Y la medida le funcionó a medias. Porque el Madrid, sí, abandonado por sus figuras, que no aparecieron por el estadio Sánchez Pizjuán, no se encontró a gusto con el balón. Pero, la verdad, tampoco lo pasó mal sin él.
El Sevilla atacaba a ciegas, con triangulaciones mecánicas pero imposibles y tiros lejanísimos que sólo conseguían molestar a César por la incomodidad de tener que esperar a que la grada le devolviera la pelota. El Madrid trataba de meter mayor sensatez a sus ataques, más toque, pero acababa sometido por la fiereza defensiva del Sevilla, que, ahí sí, se mostraba seguro, ordenado y, si hacía el caso, violento. Con el tiempo y con la complacencia del árbitro, el Sevilla trató de intimidar al Madrid con patadas de toda clase. Algunas, intolerables, como la que propinó Fredi a Raúl y una alevosa de Juanmi a Zidane, que se retiró poco después con una cojera visible, pero satisfecho de haber salvado los ligamentos.
Tras el gol de Helguera, el partido, tal y como arrancó, tal y como lo diseñó el Sevilla, perdió sentido. Como se sentía espeso, incapaz de agujerear el entramado rival, pero también tranquilo, seguro de que nada de lo que tenía enfrente le podía hacer daño, el Madrid se dedicó a sestear hasta el descanso. A tocar la pelota de lado a lado sin mirar la portería -sólo arañó peligro en un golpe franco que Roberto Carlos estrelló contra un palo-. El objetivo no era el gol, sino, posiblemente con la mirada puesta en Múnich, conservar la pelota y el resultado.
Caparrós entendió que así no iba a ninguna parte, que con un solo centrocampista puro -Olivera jugó por la izquierda, pero tiene más fama de delantero-, no se podía levantar el partido y modificó su plan en la segunda parte. Volvió al Sevilla más lógico: primero retiró a Prieto, un central, y Moisés, un delantero, por Víctor y Fredi, dos mediocampistas; más tarde quitó un lateral, Juanmi, por otro medio, Gallardo. El Madrid, que siguió plano, también cambió de idea y trató de proteger el resultado retrocediendo metros, sin darle prioridad a la posesión de la pelota. La fórmula también le funcionó porque el Sevilla, más allá del dominio y la voluntad, apenas apuntó una buena idea para hacer destrozos.
Prefirió tirar por la calle de en medio y se dedicó a la gresca. Volaron las patadas y, por cada una de ellas, el Madrid se borraba un poco. Sólo amagó en una falta al larguero de Fredi y, ya que estaba el día para las tesis de Floro, en los fortísimos saques de banda de Juanmi. En uno de ellos, Njegus casi alcanzó el gol, pero su cabezazo picado a un rincón encontró como respuesta una gran estirada de César.
Poco más. El Madrid se concentró en mantener el orden sin hacer concesiones al juego: para qué, si sus figuras no estaban más que como parte decorativa. No hubo noticias de Zidane, de Roberto Carlos ni casi, casi, de Raúl. El Sevilla lo intentó por inercia y fuerza de voluntad, pero siguió en poca cosa. Aunque se apoderó del partido por la brava, pareció un equipo pasado de revoluciones. Por no tener no tuvo ni el apoyo de su hinchada, que recibió la visita del líder con indiferencia y la mitad de las gradas vacías. Jugó tanto con fuego el Madrid que Gallardo, al final, a punto estuvo de hacérselo pagar. Pero César volvió a lucirse en otra monumental estirada y retuvo los puntos.
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