Tiger Woods ya está solo arriba
Olazábal y Jiménez no aguantaron el ritmo en la jornada en la que el gran favorito aceleró en el Masters de Augusta
Cumpliendo un designio casi litúrgico, matemático, calculado y dramático, Tiger Woods conquistó el liderato. Fue un acto controlado de su voluntad: Tiger Woods está dónde quería, cómo quería y cuándo quería. Sin perder ni un segundo el pulso, sin acelerones ni marchas atrás, regular y metódico, Woods se acerca inexorable a una de las grandes hazañas del deporte moderno, un slam o cómo se llame (cuatro grandes consecutivos en años seguidos) que para él, el genio del único deportista que disfruta estando en la cumbre, allí a donde todos los demás les falta el oxígeno, es una necesidad.
Y después de la exhibición contenida de Woods ayer, más en el modo de Induráin y su ley de la eficiencia: máxima ventaja con mínimo gasto, que en la manera en que arrasó Augusta hace cuatro años: que ningún cimiento aguante inmóvil, el Masters que parecía que podría ser un torneo apretado y variado, se convertirá hoy, domingo, el día de la decisión, en el monólogo de un golfista genial con una docena de extraordinarios jugadores como espectadores, y un final de gloria (y dólares: por primera vez el Masters, y un grande, ofrecerá una bolsa al ganador superior al millón de dólares: 1.008.000 exactamente).
Ayer, de mañana, brillante y calurosa tras una noche de luna llena que ayudó a secar los greens, todos, o casi todos, los favoritos del público y de la prensa estaban allí, arriba, acechando, a un par de golpes del sorprendente debutante, el chico de Florida Chris DiMarco, el que no sabe agarrar el putter: Tiger Woods, claro, el favorito de todos, el único jugador para quien lo del Masters no es más que un elemento accesorio para algo más importante: lo que todavía nadie sabe como apellidar, eso de los cuatro grandes consecutivos aunque en años diferentes. Y con él, todos aquellos que quieren demostrar que este año 2001 no hay dos clasificaciones y que el Tigre puede ser de papel: el zurdo Phil Mickelson, número dos del mundo, ganador de un torneo este año y derrotado por Woods en un mano a mano hace tres semanas; David Duval, sorprendente superviviente de un año que comenzó con su divorcio hostil de su antigua marca de palos, Titleist, y su matrimonio con Nike, el clan de Woods, y continuó con una depresión, dos cortes en cuatro torneos, una visita al psicólogo y una tendinitis en la muñeca (dicen que su cuerpo es un semillero de -itis de tanto como se lo ha machacado en el gimnasio, de tanto como le ha castigado con dietas imposibles en busca de una línea utópica); el pegador argentino Ángel Cabrera (el golfista fuerte para quien los búnkers de las calles no entran en juego, pero también sutil últimamente, y paciente, que ha resucitado para su país la leyenda del gentleman Roberto de Vicenzo, aquel argentino que debió ganar el Masters del 68 y que lo perdió porque se apuntó un golpe de más en la tarjeta); el enorme Mark Calcavecchia, que ha reencontrado su juego gracias a la tecnología de los palos y a las bolas mágicas que regalan metros; el jornalero Steven Stricker, que lleva a su mujer de caddie y se van los dos corriendo a casa para cuidar a la niña de tres años. Y, claro, José María Olazábal, el hombre que más ha ganado en el Masters, el hombre de las dos chaquetas verdes.
Y anoche, cuando ya las segadoras y las máquinas de secar el césped se desplegaban perezosas y afanosas por las 200 hectáreas del campo, ahí estaba arriba, solo, como le gusta, Tiger Woods. Debajo, todos los que acechaban. Todos detrás tras la metódica tarea de desconstrucción y construcción emprendida por Woods, el hombre que tiene un plan, durante los 18 hoyos. Nueve hoyos, los primeros, de observación y siembra; otros nueve, los segundos, de acción. Entre los desaparecidos, los dos españoles, Olazábal y Jiménez, que simplemente se aguantaron donde estaban, como si fuera un techo irremontable.
Tiger Woods fue sencillamente el rey del par, del control mientras a su alrededor se desataban así los demás personajes: Phil Mickelson, el zurdo, emprendía él solo el camino de la autodestrucción (curioso el jugador de San Diego, curiosa la forma en que le brillan los ojos cuando entre él y el liderato hay unos cuantos golpes, y curiosa, más curiosa, la manera en que se desinfla , se mutila, cuando está solo arriba y se le ofrece la oportunidad de destacarse: entonces, y le pasó en un par de hoyos, como en el hoyo octavo o en el 14º,las oportunidades de birdie, los putts de metro y medio, se convierten en bogeys y en dobles bogeys, lo que no es tan extraño, de todas maneras, en unos greens que ayer empezaron a parecerse ya más a la superficie de barro recocido al sol que ha caracterizado a este campo) y, ya con la mirada perdida, de nuevo el de la recuperación (esos birdies en el 17º y el 18º cuando ya Woods marcaba el camino). O David Duval, que nunca estuvo a la altura de sus esperanzas; o DiMarco, DiMarco, el que acabó con los temblores de manos, agarró el putter a su manera, rebajó cinco golpes a sus rondas,cambió la furgoneta naranja y azul (los colores de su equipo de fútbol, los Aligators) por un BMW y se plantó en el Masters, pugnaz y autoafirmativo, peleón y con voluntad de pervivencia: resistió lo irresistible, pero acabó torciendo el cuello en el 15º. O Ángel Cabrera, aquel argentino que recuerda a Cassius Clay: capaz de soltar unas coces tremendas con el driver (es el segundo en distancia tras Woods) y, al mismo tiempo, con la sutileza para manejar los hierros cortos como si tuviera manos de terciopelo: así, hasta el 15º, agua y descontrol, así hasta el final.
Y mirándolos a todos, y sonriendo mientras los demás respiraban entrecortados, jadeaban y sufrían midiendo vientos, distancias, calculando palos, aguantando el pulso, Woods se desplegó en los segundos nueve hoyos, allí donde es más efectiva la ecuación riesgo-beneficio. Todo lo hizo sencillo: birdies en los pares cinco, un par de putts tremendos. Todo lo hizo demoledor.
Clasificación.
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