Santillana del Mar, el esplendor indiano en invierno
Con un patrimonio muy bien conservado, como la casa solariega del siglo XVII en la que se ubica el parador de Gil Blas, esta villa cántabra ofrece a los visitantes en temporada baja la calma de los meses de frío y la grandeza de todas las épocas
Antes que turistas, hubo vacas. Y muchas. Santillana del Mar, en el occidente de Cantabria, lleva un siglo mutando de pueblo ganadero a lugar de destino de visitantes nacionales primero, y de extranjeros, después. El primer hito se sitúa en 1917, cuando abrieron al público las cuevas de Altamira, ubicadas a tres kilómetros de la villa. Años más tarde, en 1926, el conde Güell convirtió una casona del siglo XVII en un parador privado, el de Gil Blas, que atrajo a nobles e intelectuales. Paradores lo incorporó a su red en 1944, lo que contribuyó a popularizar más todavía el pueblo.
A Santillana siguieron acudiendo literatos y familias pudientes y comenzaron a llegar, en los sesenta, tanto recién casados en su luna de miel como visitantes internacionales. Consolidado como un destino turístico debido a sus hermosas casas y palacios, sus calles empedradas y la colegiata de Santa Juliana, los meses de frío se revelan como una época propicia para visitar la neocueva de Altamira sin esperas, comer un cocido montañés en el restaurante del parador sin reserva o comprar una lata de anchoas sin aglomeraciones en una de las 20 cuadras convertidas en tiendas de productos locales; una última muestra de la transformación de una economía pecuaria en otra basada en el sector terciario.
EL PARADOR Y SU COMARCA
Por la villa, como gusta decir a los lugareños, pasean abrigados y agarrados Loli Fernández y Juan Escobar, un matrimonio que ha viajado en coche desde El Ejido (Almería) previo paso por Alcalá de Henares (Madrid), donde trabaja una de sus hijas. Solían ir de crucero en esta estación, pero este año han preferido realizar un viaje por el norte de España: “Hemos venido en la mejor época”, afirma Fernández sin ironía. Celebra que las calles de Santillana del Mar no estén repletas de turistas como ellos y no le teme a esa bóveda espesa y gris cargada de agua, ese cielo bajo y distinguido que los acompaña desde su llegada. “Nos sobra sol en El Ejido”, aseguran mientras se dirigen a la Plaza Mayor, donde se ubican el Ayuntamiento, las casas del Águila y de la Parra, la torre de Don Borja y el parador de Gil Blas, que debe su nombre a un pícaro creado en el siglo XVIII por el autor francés Lesage en su obra Gil Blas de Santillana. En definitiva, un conjunto monumental que explica por qué este pueblo de 1.139 habitantes está abierto al público todo el año.
DENTRO DEL PARADOR
De la grandiosidad a la miseria
El auge turístico de Santillana del Mar en el último siglo se explica por lo que sucedió en todo el tiempo anterior. Las hermosas y bien conservadas casas y palacios son el resultado de su pasado noble (lo era hasta el 80% de sus habitantes, la mayoría hidalgos) y su posterior decadencia, siglos de carestía que propiciaron la emigración de muchos santajulianenses (Santillana viene de Santa Iliana y, después, Santa Juliana) a América desde el siglo XVI hasta el XIX y a Andalucía en la segunda mitad del XIX. Siglos de escasez que explican figuras literarias como el pícaro Gil Blas, más honesto y menos desvergonzado que sus predecesores castellanos. La orografía cántabra lastraba las comunicaciones con el resto de la meseta y el clima frío y húmedo no era favorable para la agricultura. Quedaban las vacas, pero su sustento no era suficiente para todos o, al menos, no para siempre.
Esos emigrantes, convertidos en indianos si iban al continente americano o en jándalos si se asentaban en Cádiz, regresaron con suficiente dinero para construir o mantener casas grandes y bonitas en la villa. Hoy, sea diciembre o junio, estas edificaciones son un gran atractivo para cualquiera que recale en Santillana, de dentro o de fuera: “Estadounidenses, franceses, alemanes, holandeses…”, enumera Francisco Seguín, el director del parador de Gil Blas. “Algunos realizan una ruta por el norte que los lleva de Hondarribia hasta Ferrol pasando por Santillana del Mar”, describe. Muchos atraviesan Francia, algunos llegan en ferry a Santander o a Bilbao. Los nacionales se acercan en coche o desde el aeropuerto o la estación de tren de la capital cántabra, a 30 kilómetros. Según Cantur, la Sociedad Regional Cántabra de Promoción Turística, por la oficina de turismo de Santillana pasaron 174.737 visitantes en 2019, de los que 28.177 (el 16%) lo hicieron entre octubre y marzo. Tras el parón del último año y medio, el octubre de 2021 ha tenido mejores cifras que el de 2019.
También hay británicos. Como Michael Derham, que un buen día se montó en su coche en Newcastle (noreste de Inglaterra) y viajó hasta Jaén por trabajo: vende aceite de oliva, aceitunas y jamón en su país. Amante de los paradores –se ha hospedado en los de Jaén y Jarandilla de la Vera (Cáceres)–, pasa unos días en el de Gil Blas antes de tomar el ferry de vuelta a Gran Bretaña. “Santillana es una belleza. Es una delicia desayunar en el parador”, afirma, sabedor de que es un buen lugar para tomar quesos, embutidos de caza y aceite de oliva virgen extra, como en todos los de la red. “Estamos disfrutando de los días dorados de la jubilación”, dice este también profesor retirado de Filología Hispánica en una universidad de Newcastle. “Mi mujer prefiere el norte de España y yo, el sur. Creo que acabaremos comprando una casa en Alicante”, afirma riéndose este antiguo jugador de rugby, que llegó a competir con la selección de Perú en 1990 en un año que estuvo en Lima como docente.
SOL, CÉSAR Y MARINA TE RECOMIENDAN
Casa de intelectuales
Volcada en el turismo como se manifiesta en la veintena de tiendas de productos locales y souvenirs y en la proliferación de nuevos alojamientos y restaurantes, Santillana del Mar cuenta con la torre de Don Borja como un espacio más reposado, que acoge una colección de arte contemporáneo muy importante y una gran biblioteca especializada en Iberoamérica. El dibujante y arquitecto José María Pérez Peridis, que diseñó el parador de Corias, charlará con el editor Jesús Herrán este 27 de noviembre dentro de un programa de encuentros de larga tradición que ha contado con grandes personalidades de la cultura como Javier Marías, Juan Goytisolo, José Saramago o Carlos Fuentes. Una muestra de que las visitas a la villa de Unamuno, Pérez Galdós, Pardo Bazán, Concha Espina o Pereda en el siglo XX tienen continuidad en el XXI.
Literatos no eran los indianos, pero sí viajados, como se decía entonces. Sabedores de que la educación era fuente de prosperidad, enviaban dinero para la construcción de escuelas en los pueblos de Cantabria, lo que redujo el analfabetismo en gran medida en el siglo XIX. Ivana Palacio, guía turística desde 1998, señala las tres obsesiones de aquellos que emigraron a América: “Regresar a su tierra, aportar fondos para una escuela o para la caridad o para la iglesia y comprar terrenos y construirse una casa ostentosa para llegar y seguir viviendo”. Los grandes escudos de las fachadas demuestran esto último, de nuevo un atractivo ante el que se paran, acompañados de guías turísticos, los visitantes de Santillana del Mar. La forma de hacer llegar dinero desde América consistía en mandar mercancía para que un oidor de Indias, una administrador y juez de la época con autoridad, la distribuyera para su venta y, con ello, recaudar fondos para el pueblo. Algunos de los que abandonaron su tierra se enriquecieron con la venta de azúcar; también los hubo que comerciaban con esclavos, como asegura Palacio.
LA COSTA OCCIDENTAL
Otro pueblo con muchos indianos es Comillas, ubicado a 20 minutos en coche de Santillana del Mar. Uno de ellos era Máximo Díaz de Quijano. Abogado en las Indias de Antonio López y López, primer marqués de Comillas, que hizo fortuna con el comercio de esclavos, a su regreso a España le encargó la construcción de una casa al arquitecto Antoni Gaudí en 1883. La conocida como El Capricho de Gaudí, una vivienda de 720 metros cuadrados repartidos en tres plantas, es visitable y constituye uno de los grandes monumentos de este pueblo cántabro con playa, junto con la Universidad Pontificia y el palacio de Sobrellano.
TRES SALIDAS SIN SALIR DE LA REGIÓN
Un paisaje limpio de fábricas
Aislada por las montañas y menos industrializada que sus vecinas Asturias y País Vasco, el paisaje de esta parte de Cantabria lo forman grandes extensiones de prados y pequeñas elevaciones del terreno. Los valles, cuando existen, son abiertos y tumbados. El inextinguible verdor contrasta con el naranja de los tejados de teja y con las vacas de leche, blancas y negras, y las de raza tudanca, cárdenas y destinadas a la producción de carne. “En Santillana tenemos playa”, presumen los lugareños conocedores de que hay visitantes que disfrutan con solo ver el mar. Y lo cuentan también porque si bien Santillana, la villa, no tiene mar a pesar de su nombre, sí el municipio del que es capital. Se trata de la playa de Santa Justa, en Ubiarco. Pequeña y cerrada, brava estos días, cuenta con una ermita incrustada en la piedra desde el siglo XVI. El entorno está rehabilitado y existe un aparcamiento gratuito y libre en estos meses del año, otra ventaja que enumeran los que hasta allí se desplazan en invierno.
Otro espacio al aire libre de gran interés y poco transitado en esta época es el bosque de secuoyas de Cabezón de la Sal. Patricia Marcos, una salmantina que trabaja en la zona como maestra, ha recibido la visita de Eva del Rey, una enfermera que vive en Salamanca. Marcos afirma que otras veces que ha venido en verano había gente esperando para hacerse una foto en los lugares más especiales del bosque, que nació en los años cuarenta del siglo pasado dentro de un programa forestal de búsqueda de recursos y riqueza en un contexto de autarquía. Cuando los árboles estaban listos para la tala, la madera no interesaba y el bosque se preservó. Según la Oficina de Turismo de Cantabria, se cuentan 848 ejemplares con una altura media de 36 metros y un perímetro medio de 1,6 metros. El espacio protegido cuenta desde 2016 con una pasarela de madera que permite el acceso a visitantes con movilidad reducida. La alta concentración de árboles y su inmensidad crea un espacio cerrado y cargado al aire libre, un monumento natural.
Menos natural, pero igual de impresionante, resulta la neocueva de Altamira. Inaugurada en 2001 a escala 1:1 de la original, permite conocer el arte rupestre sin dañar la cueva de verdad a 250.000 visitantes cada año. Los bisontes rojos de la sala de los Polícromos acaparan todas las fotos como la réplica en piedra que creó el escultor local Jesús Otero, un homenaje al hombre de Altamira, y que se encuentra en la Plaza Mayor, justo enfrente del parador de Gil Blas. Antes que turistas, hubo vacas. Y mucho antes, bisontes.