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¡Eso no me lo dices en los Oscar!

Así se vivió el sopapo de Will Smith a Chris Rock desde dentro del teatro Dolby. El altercado trastocó unos premios que pudieron pasar a la historia por su inclusividad, pero serán recordados por una trifulca de bar

Momento en el que Will Smith grita a Chris Rock : “Keep my wife’s name out of your fucking mouth”. Antes, sobre el escenario, le había dado un tortazo.
Iker Seisdedos

Estaba llamada a ser una de las noches de los Oscar más predecibles que se recuerdan, así que la gente ya estaba a sus cosas en el teatro Dolby de Los Ángeles. Aprovechaban los intermedios para ir al bar, y los primeros galardonados, como el animador español Alberto Mielgo, autor del corto The Windshield Wiper, prestaban sus estatuillas para que los mortales invitados se inmortalizaran con ellas. Y en estas llegó Will Smith, que ya había encajado con incomodidad un par de chistes durante la noche, se fue para el escenario en busca del cómico Chris Rock, conocido por bromear de cualquier cosa, también sobre la alopecia de la esposa de Smith, Jada Pinkett Smith, y le soltó un sopapo. Y no un sopapo cualquiera, sino, desde ya, el guantazo más famoso de la historia del cine desde el de Glenn Ford a Rita Hayworth en Gilda (1946).

Cerca de donde estaba sentada la pareja, Beyoncé, que abrió la noche con una actuación grabada, se llevaba las manos a la cabeza, mientas las carcajadas de los asistentes se tornaban en muecas de incredulidad. Los minutos siguientes se fueron en el teatro entre cuchicheos y miradas furtivas al móvil en busca de la confirmación de que todo aquello solo podía ser una broma orquestada por Rock y Smith (rápidamente se supo que en el guion, desde luego, no estaba). Pero no, no fue una broma, sino uno de los momentos más incómodos de la historia de los Oscar.

También el instante por el que será recordada para siempre la noche. Todos los titulares de una gala inclusiva se fueron directos a la papelera. Nunca más sería la ceremonia en la que CODA se llevó el premio gordo poniendo el foco sobre la realidad de los sordos (en la que además su actor secundario, Tory Kotsur, hizo historia al llevarse una estatuilla, que agradeció empleando el lenguaje de signos). Tampoco, la ocasión en la que una latina abiertamente gay (Ariana DeBose, que luego se disculpaba en los pasillos por no saber suficiente español) obtuvo el preciado galardón por su papel, también secundario, en West Side Story. Ni siquiera aquella vez en que el espectáculo lo presentaron con mucha gracia no un hombre, sino tres mujeres: Amy Schummer, Wanda Sykes y Regina Hall (que bromeó con la vida íntima de Smith y su esposa, pero salió mejor parada). O en la que Jane Campion se llevó el reconocimiento a la mejor dirección para una mujer por tercera vez en 94 años. No, los del domingo fueron los Oscar en los que un tipo pegó a otro por meterse con su esposa. Y después de eso ya nada fue igual.

Por olvidarse, se olvidaron hasta los temas previstos en el orden del día de una reunión de crisis de alto nivel. La jornada había empezado soleada, como casi siempre en Los Ángeles, aunque el ambiente en la alfombra roja resultaba más bien sombrío. Los invitados llegaban arrastrando los pies y el entusiasmo tras una semana que más bien parecía la previa de un funeral: la influencia del cine en la cultura de masas ya no es la que era, las plataformas, envalentonadas por la pandemia, hace tiempo que tutean a los estudios sin el respeto con el que lo hacían hace solo dos años (y con la insolencia que da no depender de la venta de entradas) y la Academia, desesperada como está por no perder el tren del presente, toma decisiones difíciles de entender para los suyos, como la de excluir los premios técnicos de la retransmisión televisiva, que el año pasado, en una gala sin público ni demasiada gracia, marcó un mínimo de audiencia histórico. Si las películas han cedido su lugar central en el consumo cultural del planeta en favor de las series, las monerías de Instagram y los vídeos de TikTok, es normal que los que las hacen no se junten con tanta alegría como solían.

La realizadora neozelandesa Jane Campion se alza con el Oscar a mejor dirección por 'El poder del perro'.
La realizadora neozelandesa Jane Campion se alza con el Oscar a mejor dirección por 'El poder del perro'.Getty Images

Pero luego, tras los premios técnicos (que probaron que los Oscar pueden ser muy rápidos cuando se lo proponen; dieron ocho en 27 minutos), empezaron los números musicales, los invitados rutilantes, los homenajes a iconos de la cultura popular (El Padrino, Pulp Fiction y Cabaret, sí, pero… ¿Los treinta años de Los blancos no la saben meter?)… y el humor fue cambiando con la barra libre. Parafraseando al visionario grupo artístico conceptual español Zaj, los Oscar que no se ven por televisión son como un bar. “La gente entra, sale, está; se toma una copa y deja una propina”. Que se lo digan a la pareja formada por Maggie Gyllenhaal y Peter Sarsgaard, a los que estuvo claro dónde había que ir a buscar: acodados en el bar de la planta baja del teatro.

Curiosamente, no se animaron después a subir a la fiesta que sigue a la gala: el Baile del Gobernador. Se celebró en una sala amplia, con abundante comida y bebida y un dj tremendamente efectivo que se hacía acompañar por un baterista. Eso sí, no había tantas estrellas como cabía esperar, tal vez por el mal cuerpo que el sopapo dejó en el ánimo colectivo.

La gente se movía torpemente como intentando asimilar lo que había pasado minutos antes. El músico y director de cine Questlove, que recibió por el documental Summer of Soul el premio que estaba anunciando Chris Rock cuando el famoso chiste, se paseaba estatuilla en mano con una sonrisa que mutó en encogimiento de hombros cuando le preguntamos por qué creía que Smith había perdido los estribos ante decenas de millones de personas. Después, el cantante colombiano Sebastián Yatra, que era candidato por la canción de la película de animación Encanto, relató a este diario, vestido con un esmoquin rosa, los momentos incómodos vividos en las primeras filas que siguieron al incidente ente Smith y Rock, y cómo algunos de los asistentes no aplaudieron cuando el actor dio su nervioso discurso de aceptación del premio y de justificación de su exabrupto, en el que, entre lágrimas, pidió perdón a los nominados y a la Academia, pero no al cómico.

Obviamente, el matrimonio Smith-Pinkett Smith prefirió saltarse la comparecencia ante la prensa y la fiesta, aunque sí asistieron a otra celebrada por la revista Vanity Fair (tampoco se vio en el Baile del Gobernador a otra de las parejas de la noche, Penélope Cruz y Javier Bardem, candidatos a sendos premios que se fueron de vacío). Sí estaban el compositor de bandas sonoras Alberto Iglesias —que no obtuvo el premio al que optaba y llevaba un lazo de apoyo a Ucrania que adornaba otras muchas solapas, al parecer, por iniciativa de Cate Blanchett—; el director de la filarmónica de Los Ángeles Gustavo Dudamel, recién vuelto de una temporada en París, y su esposa, la actriz María Valverde; Josh Brolin, que hizo una buena pareja cómica con Jason Momoa como maestros de ceremonias de los galardones técnicos excluidos de la parte televisada; Jessica Chastain, que ganó mejor actriz protagonista; el joven y algo despistado Jacob Elordi (Euphoria) o Jane Campion, que se paseó por el salón, pegada a la pared, como si quisiera evitar que la sacaran a la pista.

Aunque el protagonismo se lo llevó Anthony Hopkins, quien, a sus 84 años, dio una lección a todo el mundo al arrancarse el primero a bailar al son de Oscar D’Leon (y con una coreografía, eso sí, que parecía un vago homenaje a Los pajaritos). A juzgar por el entusiasmo, el actor británico, que se dirigió a Will Smith para pedirle “paz, amor y tranquilidad” desde el escenario del sopapo, antes de entregar el premio a la mejor actriz, ya había pasado página del incidente. Claramente, a Hollywood le va a costar mucho más tiempo.

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.

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