¿Dónde está mi toga?
En Argentina romper tradiciones es un acto fundador, al contrario que en lugares con siglos de historia como Cambridge
Acaban de traerme ejemplares de la reedición de un libro que publiqué cuando terminaban los años ochenta. Recuerdo muy bien dónde lo escribí: bajo el techo de cristal de un edificio diseñado por el gran arquitecto James Stirling en la inglesa Universidad de Cambridge. Yo era allí una extranjera que se sentía placenteramente abrumada por el lugar y la cortesía de los colegas.
Antes de mi llegada, un argentino graduado en la misma universidad me había impartido la precautoria advertencia de que, cuanto más corteses fueran conmigo, más debería percibir que allí había ironía. Deseché esta advertencia porque todo era demasiado agradable como para arruinármelo yo misma con sospechas.
En mi apartamento, donde también había vivido nada menos que Keynes y cuya ventana se abría junto a un tilo sobre un pequeño cementerio, yo recibía los correos que me enviaba, desde la Universidad de Warwick, mi amigo John King, con instrucciones de comportamiento que sonaban practicables. Debía hacerme experta en conversaciones sobre plantas y flores, temas que, como a alguien llegado de las pampas y desinteresado en la botánica, no me resultaban tan asombrosos como la magnífica capilla de King’s donde todas las tardes se podía escuchar el ensayo del coro y contemplar los vitrales. Una vez, cometí el error de afirmar que frecuentaba esa capilla por la música. Con tono seco, quien almorzaba a mi lado dijo: “Y por su vida espiritual, supongo”.
Me había invitado a Cambridge el brasileñista David Lehmann, que me parecía amable sin ironía y cuyos temas de investigación sobre la religiosidad popular, que hoy se conoce como pentecostal, me interesaban mucho. El verdadero obstáculo iba a ser la high table, cena que reúne a los miembros de un college alrededor de una mesa instalada sobre una tarima que la pone a mayor altura que al resto de los mortales. Afiliada a King’s College, yo estaba metida en el cogollo de la aristocracia académica sin estar preparada y sin merecerlo.
Tanto no lo merecía que, para mi primera noche de high table, elegí vestirme con pantalón y saco de terciopelo negro. Apostaba a que el predominio completo del negro en mi atuendo disimularía que yo no llevaba toga. Me resistía a esa pieza del guardarropa, indispensable en la high table, e imaginé que podía pasarla por alto. Antes de dejar mi casa, me miré al espejo. Juzgué que estaba elegantísima y que con eso bastaba.
Entré sin toga al comedor donde ya estaban circulando los aperitivos. Después de la primera ronda, iríamos todos a la capilla del colegio, donde yo sería recibida por el provost o, dicho en castellano, el rector. Mezclada entre mis colegas, caminé hasta la capilla y, después de una ceremonia muy breve, en la que me arrodillé ante el rector, volvimos al gran refectorio. Justo en el momento en que, ya aliviada y alegre, iba a sentarme a la mesa, uno de los comensales me preguntó, con cierta alarma y tono irreversible, dónde había dejado mi toga. Su tono dio la medida de mi equivocación. La ausencia de toga no iba a ser pasada por alto.
Le dije, como si me reconociera culpable de un crimen menor, que no tenía. Me contestó como se le contesta a un niño: “Lo hubieras dicho antes”. Y me arrastró corriendo hasta una salita donde había más de una docena de togas colgadas. Sacó una al azar, que, dada mi estatura, yo arrastraba por el piso, y así volvimos al refectorio.
Después, todo fue agradable y perfecto. De postre comimos pavlova. Era mi primera vez con toga y frente a ese postre clásico.
Había aprendido una lección que intentaré resumir. No se trataba solamente de que, en aquel final del siglo XX, no se podía uno sentar a una high table sin vestir toga. Eso era tan obvio como pude comprobarlo rápidamente. Se trataba de que no se cambian de la noche a la mañana costumbres establecidas siglos atrás. En mi ciudad de Buenos Aires, romper tradiciones es un acto fundador y no una falta de modales. Alguien con la suficiente audacia puede ensayar los gestos más inesperados. Hace solo dos siglos que somos república y, entre intelectuales, académicos o estudiantes, cada uno se viste como le viene en gana. King’s College, en cambio, fue fundado por Enrique VI en 1441, es decir, medio siglo antes del descubrimiento de América.
Sepultada por tanta historia, esa noche de high table caminé de regreso a mi casa pensando que, en la bodega de King’s College, se habrían guardado vinos más añosos que la Constitución argentina. Todos los colleges de Cambridge tienen esos tesoros y, cuando alguien se incorpora como miembro, es de rigor presentarle al experto bodeguero.
Yo, que tampoco conozco nada de vinos, era analfabeta en casi todos los rubros de la que sería mi intensa vida durante unos meses. Lo acepté esa misma noche y traté de reconciliarme con mi identidad, pensando que los americanos habíamos nacido republicanos. Pero sabía también que estaba equivocada en adjudicar tanta cualidad republicana, democrática y plebeya a nuestra desconsideración por las tradiciones ajenas.
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