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LECTURA

La noche de las azoteas en la Barcelona olímpica

'Babelia' adelanta un fragmento de 'Simón', la nueva novela de Miqui Otero, que relata, a través de los ojos de un chaval, la historia de la capital catalana desde principios de los noventa hasta la crisis de 2008

Bar Mendizabal, en el barrio del Raval de Barcelona, en una imagen de  2015.
Bar Mendizabal, en el barrio del Raval de Barcelona, en una imagen de 2015.Carles Ribas

Entre las azoteas, cada noche

se encendían las luces

del ático de nuestra juventud.

Entre las voces suaves y lejanas,

alguna vez, se oye un grito de pánico.

Pero una herida es también un lugar donde vivir

Joan Margarit, Nuestro tiempo

Parece mentira que con la cantidad de gente que cree tener la razón en el mismo momento y en todos los bares del planeta, el mundo no sea un lugar inmune a la enfermedad, ajeno a la desgracia, libre de infelices, plagado de maravillas. Que con los millones de personas que se enzarzan ahora mismo en la discusión más crucial, ovilladas en principios intocables y girando llaves mágicas, todo sea tan precario, tan relativo.

Como sería muy osado intentar entender el mundo, el gran problema, quizás habrá que ceñirse a la observación del lugar donde se formulan las soluciones. A averiguar qué sucede en uno de estos bares. Simón Rico, a sus ocho años, no recordaba haber entrado en éste por primera vez y tampoco se imaginaba saliendo jamás de él para siempre.

El nombre del bar, Rico Rico, no emanaba ni de la calidad al cuadrado de sus recetas ni de la cuna de sus propietarios, de origen más bien humilde, sino del juego de coincidencias que atravesaba su génesis y, por tanto, a su familia: el padre y el tío de Simón, los hermanos Rico, eran parecidos aunque absolutamente antónimos, pero la gracia final residía en que se habían casado con Dolores y Socorro Merlín, dos mellizas que conocieron en las fiestas de una aldea gallega durante el verano de 1972. Habían reclamado a la orquesta la canción Si yo fuera rico y había sido en el primer estribillo cuando les habían pedido fuego. Antes del último redoble, las dos parejas ya bailaban agarradas. Con esa misma canción habían llegado a Barcelona desde su Galicia natal buscando fortuna y, después de unos años como camareros, habían podido pagar primero el traspaso del bar instalado en la planta baja de este edificio de fachada de arenisca y balcones de hierro forjado, y poco después los alquileres de los dos pisos inmediatamente superiores, donde vivían las familias. Este bar, Rico Rico, que rebautizaron cuando un cocinero famoso no paraba de decirlo en la tele: rico, rico, con fundamento. A los Rico no les hacía gracia que les impusieran los chistes.

Entonces lo llamaron «Baraja», quizás para destacar el juego de palabras «Bar Aja». Con esa baraja se aludía además a las timbas eternas que allí se disputaban, pero también a su pueblo, Castroforte de Baralla, un lugar que, comentaban, comentaban, comentaban, se elevaba sobre la bruma cuando todos sus habitantes se preocupaban por algo a la vez. Un nombre, baralla, que en la lengua de adopción de Barcelona quería decir ‘pelea’. Y que en castellano parecía un imperativo: los taxistas ordenaban y desordenaban distraídamente su mazo de naipes como quien manejaba su posible fortuna o mala suerte.

Simón creció en el Baraja, un teatro a escala del mundo, donde tres relojes de pared se pasarían toda una vida discutiendo sobre la hora. Cada uno de ellos marcaba una diferente, como si consignaran el horario de varias capitales mundiales en Asia, América, Europa. Lo que había empezado como un desajuste fruto del descuido (nadie compraba pilas) acabó por ser una seña de identidad del lugar: cuando abrías su puerta, el tiempo quedaba suspendido, como al entrar en un cine o un espectáculo.

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Si Simón no recordaba haber entrado nunca en este bar (casi había nacido dentro), sus padres y sus tíos no recordaban la última vez que habían salido más allá de la puerta a tomar el aire y fumar un pitillo. Vivían marcando tortillas, apaleando pulpos, vertiendo vino en vasos facetados, guisando ternera e inventando esqueixada, que durante años vendieron con el nombre de escalivada, un error del que ninguno de los habituales, taxistas en su gran mayoría, les quiso sacar.

Quizás Simón ya había empezado a entender a sus ocho años que nada es lo que parece, pero aún tardaría mucho tiempo, también muchas páginas, en aceptar que las cosas son como son.

Antes que Simón había llegado otro Rico niño, su primo diez años mayor, al que, más por inclinación a la broma que como licencia aliterativa, habían llamado Ricardo. Ricardo Rico. Ri-co, porque desde crío se había apoderado del apellido, había sido una estrella en el barrio desde sus primeros pasos. Algo así como la mascota del bar, pero también su polémico embajador en el exterior, especialmente ahora, recién alcanzada la mayoría de edad.

Rico, se entenderá, era tan primo de Simón que en realidad era como su hermano. Era, en palabras del mayor, primohermano: «No primo hermano, ni hermano primo, sino primohermano, las dos cosas y todo bien junto», les decía a sus amigos. Siempre lo había cuidado. Siempre le había leído cuentos. Siempre le había cantado. Las nanas de Simón habían sido: Beat on the Brat, Do Anything you Wanna Do, Orgasm Addict, He’s a Rebel, O leâozinho... Gran pedagogía en sus estribillos: ‘hostia al capullo’, ‘haz lo que te dé la santa gana’, ‘adicto al orgasmo’, ‘rebelde’, ‘leoncito’. ¿Cuando lloraba mucho? Boys Don’t Cry. Lo que hacía el primo mayor era poner el disco y hacer playback, pavoneándose ante su pequeño primohermano, de modo que éste pensó, desde que tenía unos pocos meses hasta que sumaba unos cuantos años, que Rico era el mejor cantante del planeta, también el más versátil.

Además, siempre había jugado con él al «Simón dice», porque el pequeño se llamaba Simón y porque así lo hacía sentir importante y al mando. A veces Rico ponía a jugar a todo el bar. Simón dice que os toquéis la oreja derecha. Simón dice que os pongáis a la pata coja. Simón dice que os metáis el dedo en la nariz. Que cerréis los ojos, que los abráis, que parpadeéis. Simón dice que quiere vivir todo hoy. Los borrachos le hacían caso y el equilibrio se les iba mientras seguían sus órdenes: se tocaban la nariz y perdían pie. Eran contrincantes fáciles y siempre se equivocaban: Simón dice que no podéis tocar la cerveza. Y el juego acababa entre abucheos.

Rico también se colaba en casa de Simón y se ponía a los pies de su cama, a veces oliendo a acequia de cerveza y colilla antigua y gel de brillantina y caramelo de eucalipto, y le decía:

—Había una vez un niño que tenía el superpoder de sentir justo lo que sentían los otros y de extraer de ellos su mejor virtud. Al lado del halcón volaba, al lado del león rugía, al lado de la cebra todo era en blanco y negro...

—¿Y al lado de una caca?

—Bueno, Simón, pues se sentía como una mierda. Pero solo un rato. Porque llegaba una mosca, que luego se posaba en un precioso caballo, que luego cabalgaba un tipo con armadura...

—Ya.

—Mira, al lado del fuego ardía hasta que se esfumaba y aparecía en otra época. Lloraba al lado del que lloraba y lloraba tanto, tanto tanto, que los dos se daban cuenta de que aquello era ridículo y entonces se ponían a llorar de la risa. También reía al lado del que reía. Una vez, ese niño...

—¿Cómo se llama el niño?

—Y a ti qué más te da, Simón, anda. Pues un niño.

—Ya, pero es que quiero saber cómo se llama. Así le cojo más cariño.

—Bueno, ya que lo dices: ese niño con poderes se llamaba Simón.

—¡Como yo!

—Coincidencia seguramente. No sé. No lo sé todo, Simón...

Pero Simón, que se frotaba bajo las mantas los empeines de su mono pijama, sí que lo sabía, así que tensaba esos dos hoyuelos que tanta gracia le hacían a su primohermano. Su sonrisa entrecomillada (con un asterisco, una pequita de nacimiento sobre la comisura derecha). Una sonrisa infantil que era todo menos irónica.

Cuando abría los ojos en el entresuelo, expectante ante un nuevo domingo que se despertaba moroso, Simón no olía el café que borboteaba en los fogones ni el frescor de las hojas de los plátanos que esmaltadas por la lluvia nocturna tanteaban la ventana, sino el misterio.

Con las pupilas esforzadas en unos ojos sorprendidos por la luz, lo que debía dirimirse a continuación era la búsqueda de una nueva novela, la que cada domingo le escondía su primohermano en algún punto de la casa. Porque después de salir de fiesta cada sábado, Rico, preciosamente intacto y magnífico por sellado su misterio, le compraba un libro de segunda mano en el rastro dominical del barrio, el mayor mercado de libros de segunda mano de Europa. Luego paraba a tomar un café para templar su borrachera y encendía con sus subrayados frases que eran calambres y pasajes que eran pistas para su primo. Simón debía buscar el libro incluso antes de ponerse ante su Cola Cao con grumos y sus magdalenas de La Bella Easo. A menudo desarrollaba sus pesquisas a partir de un acertijo que Rico le colocaba bajo la almohada o de un camino de flechas marcadas con cinta aislante. La pista también podía estar escondida en alguna noticia del periódico que su padre había dejado en la cocina del piso. A veces, incluso, Rico le chivaba la pista a algún taxista mañanero y borracho, así que Simón debía bajar al bar familiar y preguntar a los clientes libreta en mano, con la bata de lana como gabardina, si sabían dónde podría estar escondido su nuevo libro. Este juego, que Rico bautizó como los Libros Libres, era la promesa de un juego que ya no habría de acabar: el juego de vivir según las fantasías de profesionales de las vidas posibles, grumetes, músicos y sobre todo espadachines.

—Los Libros Libres, Simón, son como la esgrima: amenazan la vida y la enaltecen a la vez —le decía Rico.

—Ya. —Simón usaba mucho este monosílabo: evidenciaba menos la ignorancia que un no y comprometía menos que un sí.

—Y yo no solo quiero que vivas los libros. Quiero que vivas en ellos.

El escritor Miqui Otero.
El escritor Miqui Otero.Elena Blanco

A menudo, Simón no sabía contestar si «sí» o si «no», ni «sí» ni «no» ni «ya», no sabía elegir un monosílabo triunfal, pero el caso es que sí sabía que quería entregarse al huroneo hasta encontrar el libro cada mañana de domingo. Después de desayunar abajo —el cacao calentado con el brazo de la cafetera del bar sabía mejor— volvía a subir, se arrebujaba bajo la colcha de ganchillo y lo abría. A veces no salía de la cama hasta que Rico se despertaba de su resaca tras un sueño que parecía un coma, los ojos de oso panda y el tupé como una voluta en declive, cerrando un signo de interrogación en su frente. Entonces Simón le daba las gracias y Rico le decía:

—¿Qué libro? No tengo ni idea de qué me hablas. Yo no te he traído ningún libro, suficiente tenía con encontrar la puerta de casa.

Simón desenrollaba su sonrisa entrecomillada porque sabía que su primo mentía o, al menos, lo intuía. Intuía que era su primo quien subrayaba frases en esos libros de héroes envueltos en promesas de gloria: Pimpinela Escarlata, Los tres mosqueteros, Barry Lyndon, Fabrizio en Parma. En Scaramouche: «Había nacido con el don de la risa y la intuición de que el mundo estaba loco. Y ése era su único patrimonio».

Y no le entraba en la cabeza cómo sus compañeros de clase preferían a Super Mario, un fontanero, que a estos héroes. Aunque no entendiera ni la mitad de los libros, devoraba esas aventuras a toda máquina (en realidad algo más lento, pues a veces tenía que recorrer con el índice las frases por debajo para no perderlas) y se detenía con solemnidad en los pasajes subrayados (entonces paraba su dedo y apretaba). Y, si era sincero, se reconocía que lo que más le intrigaba, lo que lo animaba a pasar una página y luego otra, y una más hasta la última, no era tanto, que también, el enigma de las vidas de los personajes sino el de descubrir qué había llamado la atención de su primo. O, en otras palabras, no le preocupaban tanto los deseos del espadachín como los anhelos de su tutor. O, por ser más claros, no quería ser Scaramouche, sino Rico.

El libro favorito de Simón era Scaramouche porque, en parte, Rico se parecía un poco a ese personaje: con un don especial para la intriga, en ocasiones podía llegar a ser agresivo pero siempre sabía llegar al corazón de las masas, ya fuera con sus discursos o con sus actos, con su palabra o con su espada, con sus gestas o con sus gestos. Y, como Scaramouche, Rico sabía que debemos ser nuestro propio autor además de actores. También que podemos ser lo que queramos, como el héroe que en cuatro años fue abogado, político, espadachín y bu-fón. Especialmente bufón. Porque Rico sabía que el humor, la risa que le regalaba también a Simón, una risa que más bien le descubría, es la única forma de inteligencia libre de pre-sunción.

Por eso, y aunque había tenido hacía algunos meses un grupo de música llamado Las Escaramuzas, ahora los había abandonado, para enorme preocupación de la bajista, el guitarrista y el batería. Eso hacía Rico, montaba el juego para que otros se divirtieran y luego se iba. Era, como dijo un día Ringo, uno de los clientes habituales del bar, un artista.

—Eres un artista, Rico. Pero ¿sabes qué? Eres un artista sin arte.

—Solo hay tres hombres, Ringo: el hombre que trabaja, el hombre que piensa y el hombre que no hace nada.

—Y tú no haces nada, cantamañanas —gritaba desde la barra Elías, el padre de Rico.

—Y cada uno de ellos tiene una vida —seguía Rico, impermeable a las burlas—: la vida ocupada, la vida del artista y la vida elegante. Yo vivo la última.

—Lo que yo te diga: un artista sin arte.

Rico se reía de las frases de Ringo, pero tomaba el aviso como una bendición. Escribía y tocaba la guitarra y, desde luego, su nombre surgía cuando en algún punto de la ciudad se hablaba del billar, del juego. Luego, en la intimidad de su habitación le chivaba a su primohermano que los únicos que dicen que alguien malogró su talento son aquellos que jamás tuvieron talento alguno. Que ni siquiera saben lo que significa esa pa-labra. Y que el talento, si se tiene de verdad, solo se puede usar de una forma digna: derrochándolo.

Rico era, en definitiva, todo eso que los demás corrompen intentando ser.

A su primohermano le regalaba libros cada domingo pero también trucos de magia: solo los tontos preguntan el truco, solo los listos lo saben. Abría puertas del ascensor chasqueando los dedos. Cambiaba el color del semáforo a la de tres. Le decía «Cierra los ojos y ahora mira». Solo cuando Rico desapareció, tras aquella verbena de Sant Joan del año 1992, Simón los abrió.

Esa noche, Rico se lo había prometido, saldrían juntos, porque esa noche los niños también pueden ofrecerle a la luna sus gestas y él las protagonizaría, gracias a su primohermano, vestido de espadachín. Rico, horas antes, había llevado a Simón a su habitación para disfrazarlo inspirándose en el póster de un espadachín de la época de Luis XIII, ese de chaleco escarlata, pantalones de pana, medias grises de estambre y elegantes zapatos cerrados con hebilla.

—Verás, Simón, que lo bueno de no ser nadie es que puedes ser cualquiera. No un cualquiera, sino quien quieras ser.

—¿Quién?

—Alguien. Ser alguien.

Su primohermano hacía lo que podía para copiar el vestuario mosquetero: acababa de anudar al cuello de Simón una toalla roja de Marlboro que parecía una capa de terciopelo forrada de armiño. Llevaba sus botas de lluvia a juego, taraceadas con unas chapas de cerveza, y Rico le había ceñido a la izquierda una zanahoria que sería una daga y también una ballesta de paraguas que sería su espada ropera. Simón, que normalmente iba enfundado en prendas promocionales regaladas por los proveedores del bar —camisetas de Fortuna y sudaderas de Johnnie Walker, también parches de Lucky Strike en las ro-dillas—, el niño-anuncio, casi se mareaba de orgullo encaramado a un bote gigante de detergente.

Rico, en cambio, era fiel a su uniforme: siempre de riguroso negro, salvo por las americanas estampadas o la gabardina color hueso. También por los retazos, motivos y encajes que se cosía en cualquier punto del cuerpo. Para mofa de algún cliente del Baraja, a Rico le gustaba la costura. Lo mismo estampaba un parche que retocaba un bodoque, imperdibles y escarapelas florecían en sus camisetas, convertido en collage vivo de todas las épocas posibles de la adolescencia.

Pensaba Simón, con el corazón al galope, que el estado de las calles era similar al de su ánimo. Se respiraba euforia no solo por ser una noche de celebración, la verbena de Sant Joan, sino porque esa primavera la ciudad parecía hechizada y los indicios del conjuro estaban por todas partes: el Barça había ganado por primera vez la Copa de Europa (Rico le había dicho que lo más digno es que lo habían hecho, en honor a su barrio, vestidos de butaneros, con camisetas naranja) y Barcelona se preparaba para las Olimpiadas. Que esto último no fuese del agrado de Rico no era suficiente razón como para arruinar en el pequeño el contagio de la borrachera colectiva que embriagaba a Simón aun antes de haber probado una gota de alcohol. Rico y el espadachín mocoso salieron del bar aquella noche de verbena pasando por un túnel de advertencias y preocupaciones tanto de la madre como de la tía:

—Riquiño, como le pase algo al rapaz te juro que te mato.

—Pero si eres mi madre, mamá.

—Por eso mismo. Nadie tiene más derecho que yo, que te di la vida, para quitártela.

—Controla a tu hermana, tía, que se ha vuelto loca.

Y fuera la ciudad encendida estalló en colores y truenos, y la gente bebía por la calle y brindaba y saltaba hogueras donde ardían malos recuerdos y peores presagios, y los cohetes dejaban estelas de serpentina y confeti y ahí estaba Simón, que no podría negar que estaba viviendo un sueño, porque llevaba una capa, sí, pero también porque su primohermano había silbado y había aparecido una moto grande como un caballo y había gritado «¡yijá!» y había dado gas para luego inventarse caminos que conducían a la Montaña, donde debía empezar la noche. La última noche. La Noche de las Azoteas.

La moto de Rico, esa Vespa que arqueó cejas y levantó suspicacias (¿de dónde saca el dinero el niño?), volaba por la ciudad y el petardeo de su tubo de escape se sumaba a la sección de percusión, timbales y bongos, baterías de explosiones, de esa verbena de Sant Joan. Multitudinarias carambolas compenetradas y veloces en mil mesas de billar.

¿Y quién puede ver esto? Los pájaros, las estrellas, los deshollinadores y tú. Eso le decía Rico a Simón para luego, en los semáforos, tararear Chimchimení. Para que Simón completara con «la suerte detrás va de mí». Para que a renglón seguido descabalgaran la moto, la aparcaran al lado de aquella farola y, chim chim chiró, Rico replicara una vez más: «La suerte tendrá si mi mano le doy».

—Y, ahora, hacen su entrada los Rico Cousinbrothers —decía Rico con entonación de maestro de ceremonias.

Y Simón penetraba en la fiesta de una azotea envuelto en una euforia argéntea, apartando lianas de bombillitas de colores con su espada ballesta y llevándose el sombrero a la barriguita para saludar con una elaborada reverencia.

—Anda con cuidado, Rico, que te buscan —le decían algunos.

—Van detrás de ti —lo avisaban otros.

—¿Quién? —preguntaba Simón.

—La suerte detrás va de mí —respondía Rico.

Mural en una fachada de la Meridiana de Barcelona sobre los Juegos Olímpicos de 1992.
Mural en una fachada de la Meridiana de Barcelona sobre los Juegos Olímpicos de 1992.Carmen Secanella

Cada azotea, una isla, o un país, donde todos sonreían igual aunque bailaran y dijeran cosas diferentes. Desde esos tejados se veían mares brillantes: todas esas vidas a sus pies, tan pequeñas que si quisiera elegir una podría pinzarla con el índice y el pulgar, como si fuera un bombón de una caja surtida. Los dos Rico se asomaban a algunas de las barandillas de las muchas azoteas que visitaban y en cada una Simón se quedaba tirando quites y ataques de esgrima contra alguna ropa tendida mientras su primohermano se dedicaba a cuchichear en las esquinas con alguno de los que organizaban cada fiesta. Hablaban un poco y Rico les daba uno de esos botecitos negros con tapa que protegían los carretes de fotografías.

—¿Qué les das, Rico? —le preguntó Simón.

—Amor. No, a ver, les doy carretes de fotografías. ¿Sabes por qué? Porque éstos son los mejores momentos de su vida. Los únicos recuerdos chulos que tendrán, así que se los regalo en un bo-tecito. Los animo a que capturen recuerdos. A que hagan fotos.

—¿Y nosotros no nos hacemos fotos?

—No. Porque nosotros sabemos generar recuerdos todo el rato. Tenemos la maquineta de los recuerdos, podemos derrocharlos.

—Pero yo querría una foto.

En ese momento alguien les hizo una fotografía. Era una tal Betty, que a Simón le sonaba aunque nunca había hablado con ella. En realidad no se llamaba Betty, pero el nombre le pegaba porque era el de su personaje favorito, del que copiaba el vestuario y también el peinado: top de topos anudado sobre el ombligo y falda de tubo. Betty, todo ojos Betty Boop, pelo escarolándose en brillantina y remolino negro en la frente. Hablaba mucho y no solo con la boca: sus hombros tostados al sol del día de la verbena decían cosas, que no se contradecían con lo que prometían sus ojos tras el zaguán de las pestañas, que confirmaban lo que también susurraba el dingalín de sus enormes pendientes de aro. Entonces reparó en el gesto alucinado de Simón y le pidió algo extraño:

—Me tienes que hacer un favor, mosquetero.

—Dime.

—¿Serías tan amable de pisarme las puntas?

Simón, convertido en estatua, pensó si sería un truco o un chiste. Miró esas bambas de tela con puntera de plástico blanco, aún inmaculadas. Entonces las pisó unas cuantas veces y las bambas envejecieron dos meses en diez segundos.

—Muy amable, caballero —dijo ella, radiante su sonrisa.

—Tenemos mucha hambre, mosquetero. ¿Por qué no cazas unas butifarras? —preguntó su primohermano.

Simón se entretuvo paseando por aquel bosque de piernas desnudas que se movían rítmicamente, ensartó dos butifarras de la barbacoa en su ballesta y, cuando regresó al lugar, vio cómo dos sombras negras, iluminadas por una luz verde, se juntaban detrás de aquella sábana: sombra chinesca de un monstruo de dos espaldas.

—Gracias, petit —le dijo Betty un rato después, con las butifarras ya frías por la espera. Y entonces hizo algo extraño: se quitó la tira de su bikini y la anudó a la muñeca de Simón—. Para que no te pierdas: algún día ya me la devolverás.

—¿Qué se dice, Simón? —habló Rico.

—No sé.

—Sí sabes.

—La suerte detrás va de mí.

—Rico, ve con cuidado hoy.

—Gracias.

Simón se sentía tan orgulloso ante esta nueva vida, como de un traje de terciopelo con encajes la noche del estreno. Salieron a la calle y Rico señaló hacia la Montaña, allá, muy arriba:

—Simón dice que se enciendan las luces en el cielo.

Nueve focos prendieron detrás del museo, rayos de luz ensartando nubes, tocada la Montaña con una peineta de luz.

Habían saltado de azotea en azotea, de verbena en verbena, sorteando cables de tendido telefónico y esqueletos de antenas en tejados de la Ronda Sant Pau y la Ronda Sant Antoni y en el Poble Sec. Habían repartido decenas de carretes de fotos por toda la ciudad, en cada fiesta. Se diría que la gente los esperaba nerviosa y solo bailaba cuando, sorpresa, ellos aparecían. Incluso que bailaban para ellos.

En las calles del Borne, por alguna razón, Rico insistió en llevar de la mano a Simón. En más de una esquina apretaba el paso y su humor cambiaba. Y en una ocasión Simón pudo ver cómo dos motos casi los atropellan, cómo les daban luces, cómo parecía que los siguieran. Rico no corría pero apretaba la mano de su primohermano. Alguien paró a Rico por la calle y se gritaron cosas que Simón no entendió: el otro tenía cadenas al cuello y una diminuta lágrima negra tatuada debajo del ojo derecho. Empujones de ida y vuelta, tiradas y retrocesos como en la esgrima. Rico mantuvo la compostura, aunque sus rodillas lo delataron incluso a ojos de Simón. Una farola gandula, que no pensaba moverse, iluminaba cenitalmente la gestación de la pelea. Entonces Rico señaló a su primohermano, no vas a hacer nada delante del niño, y el de la lágrima aplazó el duelo con una carcajada siniestra.

Y otra vez Simón, que no quiso preguntar más aunque ha-bía olido el peligro sin saber qué aroma tenía, abrazó por detrás a su primohermano, mientras la moto remontaba rutas hacia nuevas terrazas y playas llenas de hogueras. Los petardos iban menguando con el paso de las horas, como si la carcajada de esta ciudad se fuera apagando. Como si quisiera alargarla por miedo al silencio incómodo después de cada risa.

Entonces aparcaron en un punto perdido de la ciudad y llamaron a un piso. El piso de un sastre, le dijo Rico. Abrió la puerta un señor mayor: una mata de pelo blanco y un bigotito como de espuma, como si hubiera dado un sorbo de cerveza apresurado, a juego con su terno color blanco, quizá de lino. Los invitó a pasar y la moqueta turquesa apagó sus pasos. Siguieron esos brogues bicolores por un pasillo de techos altos y lleno de libros hasta llegar a un comedor enorme con estanterías de obra atestadas de telas de todos los estampados imaginables. El piso desprendía un olor a prenda cuando el armario se muda apro-vechando el cambio de estación, retocado por ambientadores de pino y limón. La iluminación, a diferencia de la música, era tenue, y Simón se entretuvo con unas tijeras enormes que servían para cortar tela tejana y se puso al cuello un par de pañuelos estampados de amebas color púrpura y granate mientras el galán y su primohermano hablaban de sus cosas en la habitación contigua y la música no paraba de sonar y ahora decía: «¿Por qué no han de saber que te amo, vida mía?». Simón se arrellanó en una butaca de tela adamascada, color nube de azúcar, a la espera de noticias: «Se vive solamente una vez | Hay que aprender a querer y a vivir».

—¡Levanten las copas! ¡Con todos ustedes, Rico! —anunció el galán con un acento extraño.

Y entonces Rico salió con una americana rarísima, estampada de fuegos artificiales de colores.

El Sastre se despidió de Rico con dos besos y reservó un tercero aún para la frente de Simón. El galán sonrió entonces y Simón vio en su hilera de dientes cómo, a la luz de las velas del comedor, ante la mirada sin ojos de los maniquís, brillaban dos palas centrales de oro. Un tesoro. Ese mismo día, el Sastre les regaló una trompeta solo porque Rico la miró distraído. Realmente, pensó Simón, mi primo tiene poderes.

Cuando bajaron a la calle, Rico paró en las cabinas como hacía siempre y miró si alguien había olvidado alguna moneda en la cajita del cambio.

—La gente piensa que para encontrar un tesoro necesitas un mapa, Simón. Pero no tienen en cuenta que el mundo está lleno de tesoros si buscas donde nadie lo hace.

—Ya.

—Esto me lo enseñó el Sastre, Simón. Mucha gente dice que el Sastre es un pirata. Bien, puede ser que los piratas no sean muy de fiar, pero ¿sabes qué? Suelen tener mapas del tesoro o incluso son los encargados de custodiar uno.

—En su boca —dijo Simón, pensando en esa sonrisa dorada, formulando el primer chiste de su corta vida.

—¿Te has fijado? Esto no me lo enseñó él, pero te lo enseño yo a ti. Y gratis. Hay secretos y cosas especiales que son como dientes de oro: viven en lugares que parecen extrañamente ruinosos, brillan cuando es de noche y solo se descubren con una sonrisa.

—Ya. —Simón no le entendía, pero, por si las moscas, asentía con una sonrisa blanca.

En la Noche de las Azoteas habían volado alto pero, aun así, no fue dura la caída. Planearon sobre las últimas calles y entraron de nuevo en el Baraja intentando discernir si tenían más hambre o más sueño.

Rico chasqueó los dedos y Simón, obediente, volvió a hacer lo que reclamaba ese gesto: se subió a una caja de plástico de Coca-Cola que guardaba al lado de la mesa y se encaramó al tapiz para colocar todas las bolas del billar americano dentro del triángulo. Entonces Rico hizo algo extraño, que, precisamente por el mero hecho de serlo, por desbaratar con un clic la rutina infantil, le encantó a su primohermano: quitó la bola ocho del triángulo de marfil y en su lugar puso ahí la blanca, para romper con la negra. Enfiló bola a bola, sin fallar ni una en menos de diez minutos y reservó la blanca y la negra para el final.

—Hoy lo dejamos así —dijo, y se metió una en cada bolsillo de la americana—. Tenemos curro.

Rico había abandonado los estudios para trabajar algunas horas en el Baraja y en su tabla de compromisos figuraba marcar las tortillas de la siguiente jornada, así que llegara como llegara se arremangaba y picaba cebollas y pelaba patatas antes de acostarse. Le tranquilizaba hacerlo escuchando las noticias de la radio: mejoras olímpicas, asedio de Sarajevo, novedades en el frente en Irak. A veces se le resistía el sueño y entonces Rico pelaba más tubérculos de la cuenta; la prueba de su desfase no la encontraba al día siguiente en la magnitud de la resaca sino en las patatas que sobraban y que, ya sin piel, se iban tiñendo de negro a lo largo de la mañana en la tina de agua. Ésa, se decía a veces algo solemne cuando despertaba y las veía, era su alma.

Así que pelaban patatas, picaban cebollas y batían huevos, con esa elegancia semimágica del automatismo, pero al levantar la vista Simón pudo ver cómo una lágrima surcaba la mejilla de su primohermano y se abombaba en el precipicio de su nariz.

—¿Por qué lloras? —le preguntó.

—Por nada. Es la cebolla.

Rico podría haberle hablado de moléculas propanotiales y de ácido sulfúrico que atacaban su lagrimal. Y esto hubiese tenido todo el sentido del mundo si aquella noche no hubiese sido Simón el encargado de la cebolla.

Cumplido el trabajo, ya sentados en los taburetes de la barra, Rico cogió una de esas pequeñas servilletas altas en celulosa, de tacto apergaminado, y le dijo:

—¿Qué pone aquí? Simón dice que lo leas.

—«Gracias por su visita».

—Pues ahora mira.

Entonces formó una especie de cono con la servilleta y, sosteniéndola con el índice y el pulgar por el vértice, le prendió fuego por la base abierta.

—Sube, sube y nunca te apagues —susurró Rico, imprimiéndole un clima de hechizo a la escena, con el papel ardiendo—. Si te apagas, que sea en otro lugar.

Prácticamente consumida la servilleta, cuando la llama casi alcanzaba la mano de Rico, el papel, ya sin peso, voló hacia el techo del bar, como una lágrima de fuego precipitada hacia arriba: un último fulgor y alguna pavesa distraída convertida en ceniza. Simón había presenciado mil trucos como éste: solo los aburridos preguntan por el truco y solo los listos saben cuál es. Pero aún hoy no encontraba explicación. Era imposible que entendiera qué quería decirle Rico. Yo te lo digo ahora, Simón, aunque no sea necesariamente verdad: es mejor no consumirte poco a poco a la vista de los otros; si hay que desaparecer, mejor hacerlo con una reverencia. Regalando un último brillo a quien más quieres. O, incluso, iluminándolo.

Rico lo condujo a su habitación y, a pesar del calor, lo arropó con su capa Marlboro. Entonces, en un tono quedo, con un desapego impostado del que brotaban toneladas de confiden-cia cariñosa, le estuvo hablando durante diez minutos. Tan largos que incluso Simón, aún no educado en la sospecha, receló. Y lo que sospechó es que tanta ceremonia sonaba a despedida. Entonces su primo le dijo por última vez:

—Cuando todo esto acabe, vas a llorar.

—Pues yo no quiero llorar más. Solo quiero dormir. Y que me dejes la luz encendida.

—Pero a veces es necesario llorar...

—No. ¿Sabes lo que quiero?

—¿Cómo?

—Tú me lo has preguntado. Qué quería. ¿Sabes lo que quiero?

—Dime.

—No quiero que no te quedes.

—Esa frase no se entiende, croqueta. No puedes pedir que algo no pase. Pide algo para ti.

—Eso es para mí: no quiero que no te quedes. Quiero que no te vayas.

—Podrías callarte un rato... Esto no es fácil.

—Ni para mí.

—A ver, ¿sabes que es de muy mala educación decir la última palabra?

—Lo mismo digo.

'Simón'

Autor: Miqui Otero


Editorial: Blackie Books, 2020


Formato: 448 páginas. 23 euros


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