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Homero presenta a Leonard Cohen

El ensayo 'La voz cantada' recorre el fructífero camino que va de la épica a los cantautores, pasando por Schubert

La poesía resuena con una música que palpita en el propio ritmo de la lengua. Aunque cada idioma tiene su propia musicalidad tradicional, en el río de las literaturas de occidente, conviene fijarse en los orígenes clásicos de la interacción entre palabra y música, por su carácter modélico y largas postrimerías. Ya en el primer género que aparece, la épica popular, se ve bien la combinación de ritmo y musicalidad: la experiencia de su recitado memorístico y su transmisión oral, antes de toda codificación, nos dan algunas claves iniciales. El salmodiado de los versos, en la musical acentuación de las lenguas clásicas, sumía al auditorio en el estado de ánimo ideal, casi un trance, para la narración popular y mitopoética. El aedo se muestra en un juego metaliterario entre el anónimo cantor –voz del pueblo– y los personajes, que a veces aparecen también como recitadores o narradores.

Este entretejer de palabras musicadas, desde los rapsodas griegos a los trovadores y de estos a los bardos posteriores, como los guslari serbios del siglo XX que estudió el célebre clasicista Milman Parry, nos ilustra tanto sobre su función como sobre su mensaje. Pero, junto al significado de los nombres –esa “voz semántica” de Aristóteles–, la palabra musical también despega con la lírica. Desde su origen, revestida de la subjetividad del poeta, monódico o coral, entre Alceo, Píndaro u Horacio, se ve implícita esa música arcaica de “ensalmos y sortilegios”, como quería Octavio Paz, entre los acentos de los instrumentos de cuerda. Y también de lo antiguo procede el teatro, la mágica mis-en-scène de la recitación actuada, tercer género auroral heredado de los griegos, en que conviven música, poesía y movimiento, subjetividad, individuo y colectivo.

A descifrar la apasionante relación entre palabra, música y danza en la antigüedad se dedican hoy excelentes trabajos por parte de investigadores como Rosa Andújar o Armand D’Angour, y recientes libros como The Music of Tragedy (Universidad de California) de Naomi Weiss o The Anatomy of Dance Discourse (Oxford), de Karin Schlapbach. Algunos de ellos examinan también cómo la experiencia clásica ha marcado nuestra modernidad, de las vanguardias a esta parte (Samuel Dorf, Performing Antiquity). Y nuestro país no va precisamente a la zaga en esta investigación innovadora: pienso en trabajos como los de Luis Calero sobre el canto en la antigua Grecia –al que dedicó recientemente una magnífica conferencia-recital en la Fundación March– o los de Zoa Alonso, reconocida especialista en danza y música romanas. Pero todo esto viene a cuento, sobre todo, de un nuevo y originalísimo libro de Jorge Bergua Cavero, titulado precisamente La voz cantada. De la épica a los cantautores (Comares) en el que, de una manera muy personal, se traza un apasionante recorrido por la historia literaria y musical de Occidente, desde Homero y los homéridas a Brassens y sus epígonos.

Desde el íncipit de toda literatura, la poesía de transmisión oral, Bergua recorre una larga historia que podemos evocar en breve espacio. Estudia la salmodia a propósito de los viejos cantares, desde Homero al Beowulf, la Canción de Roldán o el Cid, para luego pasar al “estilo recitativo”, desde el drama griego y su parakataloge (una especie de recitado con acompañamiento musical) a la ópera. Hay que recordar que, desde su nacimiento en la Italia de finales del siglo XVI, los miembros de la Camerata del conde Bardi no tenían otra cosa en la cabeza que la tragedia griega a la hora de innovar desde la tradición, recuperando aquella intersección de poesía, música y movimiento acompasado.

Se constata en varios lugares cómo la evolución histórica de la lengua corre pareja con la música: en el caso del griego, perdida ya la cantidad vocálica, vemos la música sacra bizantina, con el kontakion de Romano el Méloda, y algo más tarde el nuevo verso épico acentual, el decapentasílabo de los cantares de frontera. En la otra gran herencia lírica antigua, la latina, se estudia el innovador desarrollo de la métrica latina posterior, tanto en el plano sacro, con los himnos de la Iglesia occidental –pienso en el Pange Lingua de Venancio Fortunato o el Veni Creator Spiritus, atribuido a Rábano Mauro–, como en los poemas profanos de goliardos de la vida universitaria de las pujantes ciudades, con el ejemplo de los Carmina Burana y Cantabrigiensia.

El paso a la lírica vernácula –lo que Bergua llama las “primeras canciones europeas”– tiene parada obligada en el mundo provenzal y galaico-portugués. A partir de ahí, los senderos se bifurcan, sobre todo al hilo del estudio de la polifonía y de la canción narrativa, desde el romancero –“río de la lengua española”, que decía Juan Ramón– al Lied, la lírica del XX y la canción de autor. Tras las canciones religiosas y profanas de la edad moderna, especial mención merece el “milagro llamado Franz Schubert”, que marca una nueva etapa en la relación entre la gran lírica y música. Otros hitos que jalonan el viaje son la musicalidad de Lorca y la experiencia de los modernos cantautores, como Brassens, Cohen o el laureado Bob Dylan, y, entre nosotros, Serrat, Prada o Ibáñez. En suma, el libro constituye un estimulante recorrido por la historia de esa relación primordial entre literatura y música, y nos recuerda la eterna vigencia del recitado musical de esas historias, que contamos y cantamos una y otra vez. Desde los tres géneros antiguos de los que somos deudores, toda la humanidad se debe a esa antigua memoria cultural de las aladas y musicadas palabras a las que, muy oportunamente, se dedican estas nuevas investigaciones.

David Hernández de la Fuente (Madrid, 1974) es escritor, traductor y profesor de Filología Clásica en la Universidad Complutense de Madrid. Es autor de El despertar del alma. Dioniso y Ariadna. Mito y misterio (Ariel), entre otros libros.

'La voz cantada. De la épica a los cantautores'

Autor: Jorge Bergua Cavero.


Editorial: Comares, 2020.


Formato: 280 páginas.


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