Vive oculto
En tiempos de exhibicionismo y redes sociales, hay artistas que, por renunciar, han renunciado incluso a crear una obra con la que ser reconocidos
Hace un tiempo publicaba en estas mismas páginas un artículo (“Autores no natos”) en el que hacía referencia a dos compañeros de estudios, uno de colegio y otro de facultad, de los que, según todos los indicios, cabía esperar una trayectoria exitosa en aquello a lo que decidieran dedicarse pero que, finalmente y por razones diversas, no cumplieron con dicha expectativa. Tras su publicación, de inmediato empecé a recibir mensajes de familiares, amigos y conocidos en general que me comentaban, cada uno desde su propio ámbito, que también ellos podían referir casos muy semejantes a los que yo había descrito en mi texto. Reconozco que no esperaba una coincidencia tan grande de testimonios en el mismo sentido, y que ello me dio que pensar.
Lo de la diversidad de los ámbitos de mis comunicantes importa subrayarlo a los efectos de lo que pretendo plantear a continuación. Porque resultaría engañoso -por no decir, directamente, tramposo- contraponer a los que prefirieron dedicarse a la poesía con los que optaron por las finanzas, a los que decidieron andar por el mundo, de playa en playa, con su tabla de surf bajo el brazo, en busca de la ola más grande que cabalgar con los que opositaron para ser abogados del Estado, a los que se entregaron a la música con los que lo hicieron a la política, o a las artes plásticas con los que se consagraron a la milicia para, a continuación, ponerse del lado de los presuntos perdedores desde el punto de vista del poder, del dinero o del brillo social. No se trata de eso. Sería un planteamiento demasiado maniqueo y demagógico como para que resultara aceptable.
Se trata más bien de atender al hecho, que en cierto sentido venían a ratificar mis heterogéneos corresponsales, de que también los que se dedicaron a la poesía, al surf, a la música o a las artes plásticas declaran que en sus respectivos ámbitos se repite casi exactamente lo mismo y tampoco son siempre los mejores los que ocupan el lugar simbólico y real más alto. Con lo que la fácil, socorrida y consoladora explicación según la cual la contraposición se desarrollaría entre, por un lado, unos idealistas que siguen la llamada de su vocación sin atender a ningún factor ajeno a la misma que les aparte de su camino, frente a quienes, por otro, se atienen de manera feroz al principio de realidad, dedicándose profesionalmente a actividades bien remuneradas y prestigiosas en las cuales la competencia darwiniana es encarnizada y no siempre triunfa el más valioso sino el más fuerte o el más astuto, parece deshacerse como un azucarillo.
Se ha terminado por aceptar que a la cabeza de las mayores potencias del planeta, ocupando los lugares desde los que se han de tomar las decisiones más trascendentales, estén personas que provocan vergüenza ajena
Ahora bien, que la meritocracia en sentido estricto no funcione en según qué esferas es algo que parece haber acabado por ser completamente asumido en nuestra sociedad, en la que, por poner un ejemplo tan demoledor como deprimente, se ha terminado por aceptar -a estas alturas sin pestañear- que a la cabeza de las mayores potencias del planeta, ocupando los lugares desde los que se han de tomar las decisiones más trascendentales, puedan estar personas que con frecuencia provocan auténtica vergüenza ajena con sus comportamientos y sus palabras. Sin embargo, y siendo sin duda infinitamente menos importante, se diría que en general nos resistimos a aceptar que también se incumplan las exigencias meritocráticas en otras esferas, digamos que más relacionadas con el espíritu, en las que se supone que las cosas deberían funcionar de acuerdo con parámetros diferentes, menos contaminados con elementos ajenos al espíritu mismo.
Pero no es así, y no estoy descubriendo nada nuevo al señalarlo. Tal vez siempre fue una fantasía consoladora creer que existían espacios a salvo de las impurezas del mundo cuando, en realidad, nunca los hubo y en toda sociedad la esfera dominante en cada momento contamina con su lógica al resto de esferas. No nos costaría en absoluto encontrar en el pasado episodios y prácticas que acreditarían que también entre quienes se dedicaban a las más excelsas tareas se reproducían los peores vicios de la sociedad de aquel entonces. Aunque, sin duda, más fácil todavía nos resulta localizar ejemplos de ello en nuestro presente.
En efecto, alrededor nuestro proliferan comportamientos en los que se constata con toda claridad la señalada contaminación. Así, de la misma manera que muchos políticos, asumiendo la lógica de la sociedad de consumo, tratan a los ciudadanos como clientes a los que halagar para que adquieran la mercancía que ellos mismos constituyen, así también con frecuencia muchos intelectuales, antes de ponerse a escribir una pieza periodística, se preguntan aquello de “con quién quedo bien hoy” (de nuevo, Javier Marías dixit), esto es, a quien regalo los oídos para predisponerle a favor de mis productos. Es solo uno de los muchos ejemplos que se podrían ofrecer.
La conclusión se desprende casi sola. Frente a tan generalizadas formas de proceder, nada tiene de extraño que los haya que prefieran apartarse de tales modelos y acogerse en su lugar, como criterio regulador de la propia existencia, a aquella recomendación, de una profunda sabiduría, del viejo Epicuro. Lo han adivinado: estaba pensando en su “vive oculto”. Aunque soy consciente de que en tiempos del desatado exhibicionismo propiciado por las redes sociales a muchos la frase les parecerá un completo oxímoron.
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