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Otra vez la ética

Tachado de ateo, materialista, inmoralista, lo que convirtió a Spinoza en maldito en los siglos XVII y XVIII es justo lo que cimentó el culto a su obra en los siglos XIX y XX

José Luis Pardo
Spinoza en el ostracismo (1907), pintura de Samuel Hirszenberg. 
Spinoza en el ostracismo (1907), pintura de Samuel Hirszenberg.  GETTY IMAGES

Al comienzo de su espléndida edición (y traducción) de la Ética demostrada según el orden geométrico, de Baruj Spinoza, que además del texto original en latín aporta interesantes anexos, su responsable, Pedro Lomba, nos recuerda la inevitable sombra de extrañeza que se cierne sobre este filósofo, que ya le acompañó durante su breve vida (1632-1677) y que no ha dejado de crecer desde entonces. Algo de esta rareza se debe, sin duda, a su intransigente oposición a algunas de las tesis fundamentales de Descartes, quien acabaría siendo el gran triunfador de este capítulo de la historia de la filosofía. Pero lo que Spinoza recrimina a Descartes no es su racionalismo, sino todo lo contrario: el no haberlo llevado hasta sus últimas consecuencias. Y la radicalidad de sus enmiendas al cartesianismo, así como el absolutismo con el que apuesta por la completa identificación entre realidad y razón, hunden sus raíces en tierras más profundas que las de la polémica doctrinal y nos permiten atisbar mejor los motivos de esa persistente sensación de rareza.

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Lo que este pensador reprocha a otros racionalistas no deja de ser el compromiso que hombres como Leibniz, Malebranche o el propio Descartes tenían con su época, en la cual tanto la identidad personal como la política estaban definidas ante todo por la pertenencia a una comunidad religiosa. Spinoza, judío holandés expulsado de la sinagoga, cuyos pasos seguía con mucho interés la Inquisición una vez enterada de que pensaba “que no había Dios sino filosofalmente”, carece por su peculiar situación de esos compromisos. Su discurso filosófico, igual que su borrosa ciudadanía, se instala en un lugar que era estrictamente imposible en sus días: la más absoluta aconfesionalidad. Por eso puede abrazar la retórica racionalista del que mira el mundo desde la perspectiva de la eternidad con mucho más arrojo que aquellos que se sienten ligados a su tiempo y que aún esperan algo de él. La Ética —versión definitiva de su sistema de metafísica— está escrita desde este “inhumano” punto de vista.

Por eso, quien abre sus primeras páginas tiene la sensación de que el libro (publicado póstumamente y gracias a una donación anónima) no tiene autor y de que, simplemente, al igual que ocurre con las relaciones de causa y efecto que vinculan a los cuerpos entre sí, en esas páginas las ideas se siguen implacablemente unas de otras según el método infalible de las demostraciones de los geómetras, sin necesidad de que la voz de un ser contingente y finito las enuncie. El titánico esfuerzo de formalización (Axiomas, Definiciones, Corolarios, Proposiciones, Demostraciones, etcétera) que articula el libro contribuye a incluirlo en esa pequeña colección de escritos que, como el Tractatus de Wittgenstein y unos pocos más, parecen completamente indiferentes a su contexto histórico y hasta a sus lectores: comienzan absolutamente desde cero, sin hacerse cargo de lo que haya podido pensarse y decirse antes de ellos, se despliegan sin la menor vacilación acerca de la verdad de sus conclusiones y no manifiestan interés alguno en el juicio de la posteridad sobre sus argumentos.

Y precisamente porque instalarse en la aconfesionalidad no era del todo posible en el siglo XVII, Spinoza se convirtió muy pronto en un pensador maldito, a quien sólo se podía leer en secreto, proscrito por todas las Iglesias y citado únicamente por libertinos de la estirpe del Marqués de Sade. Personas que, en su inmensa mayoría, ni habían leído la Ética, ni estaban en condiciones de entenderla. Esto le granjeó la reputación que Gilles Deleuze glosaba en estos tres adjetivos: ateo (porque identificaba a Dios con la naturaleza), materialista (porque negaba la distinción sustancial entre el alma y el cuerpo) e inmoralista (porque rechazaba las morales de inspiración religiosa).

Pero sólo con escuchar este triplete ya habrá comprendido el lector que aquello que le convirtió en maldito en los siglos XVII y XVIII es precisamente lo que ha cimentado su resurrección en los siglos XIX y XX: primero, para otorgar al romanticismo cierta densidad metafísica; luego, para que el marxismo pudiera escapar de la tradición hegeliana y encontrar un recambio para adaptarse a los nuevos tiempos; y finalmente, para apuntalar el renacimiento filosófico de Nietzsche —que consideraba a Spinoza su precursor— en la década de 1960. Pero esto no ha hecho de él un pensador más familiar. Aunque sea comprensible el intento de recuperar su figura por parte de filosofías que, de un modo u otro, querían resucitar una teología secularizada como sentido de la historia o como exaltación de la creación revolucionaria, tras el gran desgaste sufrido por estos proyectos en la actualidad, nada puede eliminar el hecho de que, por mucho que a sus contemporáneos les pareciese un demonio, Spinoza es un teólogo de los pies a la cabeza, dedicado a demostrar la existencia de Dios y la inmortalidad del alma, y que difícilmente encaja en un tiempo que ya no soporta que haya Dios ni siquiera “filosofalmente”. Fue un extraño en el siglo XVII por pensar desde un lugar que no existía en su tiempo. Pero cuando ese lugar se hizo posible —en alguna medida, seguro, gracias a sus esfuerzos— y se recuperó su nombre, se convirtió también en un extraño entre nosotros.

Esta nueva edición nos da la oportunidad de volver a leer la Ética y descubrir que sí hubo alguien tras ella, alguien que se muestra en los Apéndices y en los Escolios, llenos de agudas observaciones empíricas, de colérica indignación contra la superstición y de cautelosa conciencia de los peligros del abismo existente entre los doctos y el vulgo.

Ética demostrada según el orden geométrico. Baruj Spinoza. Traducción y edición de Pedro Lomba. Trotta, 2020. 448 páginas. 30 euros.

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